La gente en Gaza grita y huye mientras Mohammed Abu Rahma pierde a Ayman, su hijo pequeño. «Oí una explosión. Todo se vino abajo. Ayman siempre va de la mano de su madre, pero se asustó y la soltó. Corrió dentro de nuestro edificio, bajo las bombas». El corazón de Mohammed se detiene mientras lo cuenta por teléfono: «Le perseguí, empujando a la multitud enloquecida, y le encontré en el ascensor, estaba gritando. Logré cogerle en mis brazos y huir justo antes de que el edificio se derrumbara».
Mohammed trabajaba en Gaza como activista de Al-Haq, dedicado a los derechos humanos. ‘Hemos perdido todo. Estamos durmiendo en casa de familiares. Ayman está en estado de shock. Lo que nos pasó a nosotros, le pasará a toda Gaza. Que Dios nos ayude», cuenta.
Si hay un infierno, es este. De la franja de Gaza no sale nada ni nadie, excepto las historias que se cuentan. Como la de Hamdi Shaqura, que dejó bajo los escombros a su esposa, hermano, hija y cuñado. O la de Iman Radnan, que se quedó sin padre, madre, esposo e hijo en un momento. O la de Ala Al-Kafarneh, que logró escapar de dos bombardeos, pero en el tercer intento consiguieron matar a ocho personas: «No sé por qué nos atacaban siempre a nosotros», llora, «somos gente normal, no tenemos nada que ver con Hamas», añade.
Los medios de comunicación palestinos ya lo llaman ‘La Catástrofe’, haciendo referencia a la madre de todas las desgracias, la Nakba, el gran éxodo que en 1948 obligó a un pueblo entero al exilio, colgando una llave (‘volveremos algún día’) en la puerta de cada casa abandonada. Pero esta vez es peor: nadie puede irse y muchas casas ya no existen. La Nueva Catástrofe no hace distinciones entre gente humilde o gente con poder. Husam Zomlot, embajador en Londres de la Autoridad Palestina, ha perdido a seis familiares y debe llorarlos desde lejos, sin poder regresar; Humza Yousaf, primer ministro de Escocia -cuya esposa es palestina- tiene a sus suegros atrapados y debe preocuparse desde allí, sin poder repatriarlos. Han muerto seis periodistas, 12 funcionarios de la ONU y también dos médicos. «Hay 22 grandes familias en Gaza que ya no existen y hablamos de cientos de personas'», recalca Xavier Abu Aid, funcionario palestino en Ramallah.
La hora de la venganza llegó a las dos de la tarde. Cuando se apagó la luz, también lo hizo la esperanza. La única central eléctrica de Gaza, que funcionaba unas cuatro horas al día, ya no tiene energía y se desconecta. Todos quedan a oscuras. Los hospitales dependen de generadores eléctricos, hasta que se agoten. El resto se las arregla como puede: es el verdadero comienzo del Gran Asedio. Dos millones de palestinos que durante 16 años dependían en un 80% de la ayuda externa ahora ni siquiera cuentan con eso. Sin agua, sin comida, sin teléfonos, sin combustible y sin electricidad. Y desde el cielo llega un ataque aéreo cada media hora.
Los drones golpean fuertemente en el norte de Beit Hanoun y en el sur de Khan Younis, el centro de la Ciudad de Gaza y el cruce de Rafah hacia Egipto, el campo de refugiados de Bureij y los invernaderos, los bancos y los túneles. Hay 1.000 edificios que han quedado reducidos a escombros, 12.000 están dañados, 48 escuelas y diez clínicas médicas han resultado afectadas y 2.250 objetivos han sido alcanzados, desde la Universidad Islámica hasta la torre de televisión. Los hospitales sacan a los muertos porque no saben dónde ponerlos. Y, mientras tanto, a la operación Tormenta de Al-Aqsa, en la que tomaron rehenes y degollaron a 1.200 corderos inocentes, Israel respondió con un diluvio de fuego que ha acabado con más de 1.000 inocentes en tres días.
A los hombres de Hamas parece que les preocupa poco: en la última guerra, estaban a salvo en los lujosos hoteles de Qatar, y ahora quién sabe. Pero sus súbditos no están a salvo: Hamas les incita a morir como ‘mártires’ en sus casas. Incluso cuando llega la llamada de la aviación israelí para advertir del bombardeo. Unas 400.000 personas están ya escasas de agua y alimentos, 260.000 se han desplazado a las escuelas que aún siguen en pie, al campo o se agolpan a lo largo de las carreteras. Además, Egipto no acogería a todos estos refugiados.
«Esto es un verdadero genocidio, ¡iremos a la Corte de La Haya!», grita en su oficina de Ramallah el jefe de Al-Haq, Shawan Jabareen, cercano a Abu Mazen. «Solicitaremos una investigación internacional. Existe un doble rasero: el mundo hace distinciones entre sangre y sangre, la sangre palestina no vale nada. Los medios siempre hablan de los muertos israelíes. Y por lo que respecta a Gaza, Israel goza de impunidad», añade. Al preguntarle sobre qué piensa de la matanza de Hamas: «En Ramallah no apreciamos a Hamas. Pero si tengo que pensar en terrorismo, pienso en Israel. Lo de Hamas es resistencia», sentencia.
Si Gaza está aturdida y exhausta, Cisjordania está en ebullición por la rabia. Este viernes de oración será una prueba, hay quienes sueñan con la intifada definitiva. En un cuarto piso en Ramallah, un anciano en pijama azul mira Al Jazeera y acaricia a su caniche: se llama Nabil Shaath, tiene 85 años y fue el principal consejero de Yasser Arafat. «Mi familia está en Gaza y no sé nada…'», sacude la cabeza. En ese momento le llega un mensaje de su hermana. «Solo Egipto puede mediar», dice Shaath. «Pero al final será Israel el que decida todo», añade. ¿Qué habría dicho Arafat sobre esta masacre organizada por Hamas? La pregunta queda sin respuesta.
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