Camila Ponce se mareó mientras esperaba que su madre y hermano salieran de una tienda. Un dolor intenso de cabeza y espalda la perturbaron. Annais Medina regresaba del colegio a su casa en furgoneta cuando comenzó a sentirse mal. A Vicente Pizarro le invadió una presión fuerte al pecho y Sofía Faúndez tuvo que salir de clase porque sentía dificultades para respirar y un sabor metálico en la boca. El episodio de intoxicaciones masivas provocado por una nube de gases contaminantes perdura vívido en la memoria de los niños, niñas y adolescentes de Quintero y Puchuncaví, dos municipios situados en el litoral central chileno, a 30 kilómetros de Valparaíso y unos cien de Santiago.
Por EL PAÍS
En la bahía que une ambas localidades se instaló a partir de los años sesenta un complejo industrial que desde entonces no ha dejado de crecer. Hoy cuenta con al menos 15 empresas activas, entre públicas y privadas: desde termoeléctricas, hasta refinerías de petróleo pasando por centros de fundición de cobre, regasificación de gas natural y descarga y almacenaje de combustibles, entre otras actividades. De estas industrias procede el 80% del petróleo, el 8% de la energía eléctrica que se suministra en todo el país y el gas natural de toda la región metropolitana.
Ya en 1993 el Ministerio de Agricultura estableció que la zona que rodea el complejo industrial de Ventanas, en Puchuncaví, estaba “saturada por anhídrido sulfuroso y material particulado”. Sin embargo, nada ha frenado el aumento de la contaminación del aire. Hoy es una de las cinco “zonas de sacrificio” que existen en Chile, territorios vulnerables marcados por la desigualdad, donde la contaminación industrial afecta de pleno al desarrollo humano. Sus habitantes, unas 50.000 personas, conviven con el humo que emana constantemente de las industrias, los derrames de petróleo. varamientos de carbón y las intoxicaciones masivas. Es común escuchar de los propios quinteranos que se sienten “el patio trasero de Chile”.
Entre el 21 de agosto y el 18 de octubre de 2018, casi 1.400 personas fueron atendidas en el Hospital de Quintero por intoxicación. Presentaban síntomas como cefaleas, vómitos, diarrea, mareos y desvanecimientos. Una nube de gases procedente del complejo industrial impactó en la salud de los vecinos y vecinas, en especial, los más pequeños. El 58% del total de atenciones correspondió a menores de edad, según un informe de la ONG Terram publicado en la revista del Colegio Médico de Chile.
El Gobierno regional de Valparaíso llegó a decretar alerta sanitaria durante varios días, un hecho inédito en un territorio que ya cargaba con un historial de varios episodios contaminantes. Durante este período, ninguna empresa dejó de operar, solo se redujeron sus actividades y paralizaron algunos procesos peligrosos. Sí se suspendieron las clases y actividades educativas. Los estudiantes se organizaron y ocuparon los colegios durante días en una protesta que para muchos fue su propia revolución.
“Todo era un caos”
“Mi madre me acompañó al consultorio. Estaba lleno de abuelos y niños con los mismos síntomas que yo”, recuerda Camila Ponce. La joven, de 17 años, es vicepresidenta del Colegio Sargento de Aldea de Ventanas. De los 23 compañeros de su clase, cuatro, incluida ella, se intoxicaron durante la emergencia. En su informe médico consta un diagnóstico por “efectos nocivos de otros gases, humos y vapores”.
Sofía Faúndez, de 15 años, cursaba su primer año en el Colegio Don Orione de Quintero, cuando ocurrió la crisis ambiental. Había llegado de Quillota, al interior de la región, y no imaginaba qué significa vivir en una zona de sacrificio. Cuando llegó al centro de salud quedó impactada: “Los niños estaban en colchonetas de dos en dos o de tres en tres porque no había más camas, no había más espacio”. Su madre, Carolina Astudillo, recuerda que el hospital estaba “totalmente colapsado” y que iban llegando alumnos en camillas, pero nadie sabía qué pasaba: “Todo era un caos”, dice. Ella se envenenó tres días después.
María Araya, presidenta del Consejo Consultivo del Hospital de Quintero, organismo que representa a los usuarios, fue testimonio de primera línea de aquello. A las 10:50 del 21 de agosto recibió una llamada de su secretario: “Señora María, ¡los niños están cayendo intoxicados! Han tenido que levantar un hospital de campaña para atenderlos”. Su hija enfermó a los pocos días.
“Aquí habíamos vivido cuadros de mareos, vómitos y desmayos, pero esta vez detectamos algo distinto”, cuenta Katta Alonso, portavoz del colectivo Mujeres en Zona de Sacrificio. Hubo sangrados de nariz, adormecimientos de extremidades y afectaciones en la piel. Annais Medina Calderón tiene 11 años y sufre asma crónica. Pasó todo el tiempo que duró la intoxicación masiva encerrada en casa. “No podía ni abrir las ventanas’’, dice, pero aún así, los gases la afectaron. “Me llevaron a urgencias y me diagnosticaron una bronquitis aguda, pero no sabían qué tenía en la piel. Primero dijeron que era sarna, pero pasaban los días y las heridas empeoraban. Conseguimos dinero para una clínica de Santiago nos dijeron que todo tenía que ver con la contaminación”, escribe por mensaje con ayuda de su madre, desde su casa, mientras se recupera de la covid-19.
En Puchuncaví, los pequeños de entre uno y cinco años tienen una alta probabilidad de desarrollar cáncer a lo largo de la vida por la exposición continuada a determinados metales. Lo dice el estudio Suelo y polvo domiciliario como medios de exposición humana a metales en la comuna de Puchuncaví realizado por la Universidad Católica de Valparaíso (UCV), que concluye que los niveles de arsénico en los menores de la zona son “inaceptables”. El viento dispersa partículas ricas en estos minerales y las deposita en los suelos y entretechos de las casas, donde los niños permanecen mucho tiempo encerrados para resguardarse del aire tóxico.
“No podemos correr, nos falta el aire”
Como una suerte de preparación para la pandemia, los niños y niñas de Quintero y Puchuncaví conocieron el confinamiento, las clases online y la mascarilla mucho antes de la aparición de la covid-19. Cuando la contaminación se dispara, como en 2018, tienen que aplicar restricciones. No les obliga ninguna autoridad, pero saben que no tienen más opción porque el aire exterior se vuelve irrespirable. “Si hay contaminación no podemos salir al recreo, ni hacer educación física. No podemos correr, nos falta aire y nos da tos, por eso nos tenemos que quedar en la casa, como ha pasado con la pandemia”, cuenta Vicente Pizarro, de 11 años. “Es muy difícil explicar a los niños estas limitaciones que tienen, sobre todo cuando hay esos peak (picos)”, comenta Manuel, su padre, presidente de la organización Movimiento por la Infancia de Quintero y Puchuncaví.
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