La ruptura política entre Alberto Fernández y Cristina Kirchner bloquea las soluciones y debilita la gobernabilidad.
Hay una máxima política, y por ello incuestionable, que dice que solo el peronismo puede gobernar un país tan complejo como Argentina. Quienes la pregonan ponen ejemplos: cuando el Gobierno del radical Raúl Alfonsín se hundía en 1989 en la hiperinflación, llegó Carlos Menem para acomodar las cosas. En 2001, tras la caída de otro radical, Fernando de la Rúa, fue el peronismo el encargado de sacar a Argentina del pozo, esta vez de la mano de Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner. Casi 20 años después, Mauricio Macri dejaba el país en cesación de pagos, una deuda con el FMI por 44.000 millones de dólares y la inflación por arriba del 50%. Los argentinos se abrazaron una vez más a la tabla salvadora del peronismo. Pero los hechos ponen ahora en cuestión aquella capacidad del partido para resolver las crisis más profundas.
Los argentinos han perdido poco a poco la fe en el presidente, Alberto Fernández, y su vice, Cristina Fernández de Kirchner. El desánimo en la calle ya era evidente antes del sábado pasado, cuando la renuncia acelerada del ministro de Economía, Martín Guzmán, puso en evidencia la profundidad de la crisis de Palacio. El portazo del ministro era la consumación del lento pero persistente proceso de demolición que Kirchner había emprendido contra el presidente y su entorno más fiel. La elección de un nuevo ministro llevó casi 48 horas por la falta de acuerdo entre ellos. La dupla llevaba meses sin hablarse en privado. Finalmente, emergió el nombre de Silvina Batakis, una economista del entorno de Kirchner que, al mismo tiempo, prometió obedecer a Fernández y cumplir con el acuerdo con el FMI firmado por su predecesor, Guzmán. Un oxímoron político.
Fernández y Kirchner han vuelto a hablarse. Lo hicieron al menos cuatro veces durante la última semana. El miedo a una debacle definitiva terminó por convencerlos de la fragilidad de una alianza que nació en 2019 contra natura, con una vicepresidenta con votos imponiendo en la Casa Rosada a un presidente sin ellos. “Los peronistas somos como los gatos. Parece que nos estamos peleando y en realidad nos estamos reproduciendo”, solía decir Juan Domingo Perón para justificar las tensiones propias de la construcción política. Lo que está en entredicho ahora es esa capacidad de reproducción de la que tanto se jactaba el padre fundador. “Esta crisis le pega muy fuerte al peronismo”, advierte Pablo Touzón, politólogo y director de la consultora Escenarios. “Estamos ante un round histórico en el que no parece que esta crisis se pueda resolver a través del peronismo”, dice.
Vicente Palermo, fundador del Club Político Argentino, es uno de los politólogos que más ha estudiado al peronismo. Es de la idea que la capacidad del partido para resolver crisis “no tiene basamento histórico”. “El peronismo está estructurado de una manera que lleva en su seno las condiciones de producir o profundizar crisis, para que se autogeneren y se llegue a una situación de estallido que luego no puede controlar”, dice. Y pone como ejemplo más reciente la debacle que siguió a la muerte de Perón, en 1974, con la asunción de su viuda, Isabel Martínez, y el golpe de Estado de 1976. Esa idea de que en el peronismo están los trabajadores, los que más pueden sustentar un Gobierno, se puede aplicar en determinados tramos de la historia, pero no siempre”, dice.
Claudio Belini, historiador económico de la Universidad de Buenos Aires, coincide en que parte del problema es que se ha perdido la base social del peronismo primigenio, aquel que en los años cincuenta pareció imparable. “La sociedad argentina ya no es esa sociedad industrial y organizada en sindicatos”, dice. “El primer peronismo mostraba una mayor capacidad para resolver algunas cuestiones de la disputa del poder. Pero ahora el Estado argentino es diferente, ha perdido capacidades para intervenir en la economía y para disciplinar a grandes actores sociales. Por eso es más complejo para el peronismo abordar las crisis”.
La encrucijada del kirchnerismo
Los mercados recibieron con una caída del peso y los bonos de deuda y la disparada de la inflación a la nueva ministra Batakis. Mientras tanto, Fernández se recluyó en la Casa Rosada y Kirchner reapareció en público después de un mes. La vicepresidenta bromeó con que no pensaba “revolear a ningún otro ministro” del Gabinete y, por primera vez, no humilló a Fernández en público. Cargó, eso si, contra el ministro Guzmán, al que acusó de desestabilizar al Gobierno con su renuncia. Se había consumado una tregua, fruto de la necesidad de supervivencia. El kirchnerismo está en una encrucijada. Detesta a Fernández porque lo considera un tibio, pero si lo hace caer sabe que la crisis le explotará en las manos. El objetivo es, entonces, llegar con vida a 2023, cuando se celebrarán las elecciones presidenciales.
“El problema es que el peronismo es una coalición de un sector pretendidamente radical, en el sentido clásico, que es el kirchnerismo, y un sector extremadamente conservador, que son los gobernadores y las tribus no kirchneristas”, dice Palermo. “Y gobernar esa coalición es muy difícil, porque es inconsistente. Hay que conciliar muchos intereses opuestos”, explica. La ministra Batakis está atrapada en esas tensiones internas. Todos reconocen su capacidad como economista, pero hay consenso en que la gravedad de la situación exige nombres con más pergaminos políticos. De hecho, la discusión en la Casa Rosada es si no será necesario emprender cuanto antes una profunda reforma de Gabinete que dé oxígeno a la gestión.
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