Hace unos años que a Fanny Escobar, una líder social en el noroeste de Colombia, no le salen lágrimas.
Por BBC
«Ya óyeme cómo va mi voz», me dice. «A medida que hablo se va apagando. Yo no lloro. A mí ya no me salen lágrimas para llorar».
En lugar de salir lágrimas, cuando se aflige las manos le empiezan a temblar y le entra un frío que vence al calor habitual de esta zona.
Un escalofrío que subyuga a Escobar cuando terminamos la entrevista en la que me cuenta los episodios más traumáticos de sus 57 años de vida en esta región lacerada por la guerra, el Urabá.
Episodios que incluyen violaciones, amenazas de guerrilleros y paramilitares, desplazamientos forzados de un lado a otro del Caribe y los asesinatos de uno de sus hijos biológicos, de varios de sus hijos adoptivos y de su esposo, quien abusaba de ella cuando llegaba borracho.
Incluso el cáncer que padece lo atribuye a los traumas de la guerra: «Todo ese dolor, esa coraza que yo saqué, esa interna que yo tenía adentro, me cogió el seno. El cáncer fue haciendo metástasis. El ojo del lado derecho ahora casi no ve. Yo misma me fui envenenado el cuerpo con ese dolor, esa rabia. Hoy el cáncer es mi peor enemigo».
Le pregunto qué le diría a quienes puedan cuestionar un relato que parece cinematográfico y me responde: «Hay indígenas que han sido violadas siete u ocho veces y siguen siendo violadas allá en su territorio (…) Mi relato no es nada para lo que se está viviendo allá».
Escobar es, como tantos otros colombianos, una líder en su comunidad. Dirige una organización llamada Mujeres del Plantón que luchan por que sus demandas se escuchen, sus hijos no entren a la delincuencia y los abusos cesen o no queden impunes.
Hoy Escobar está una vez más amenazada por quienes ven sus actividades ilícitas interferidas por su liderazgo, que entre otras busca impedir el reclutamiento de niños a bandas criminales. La amenazan los mismos grupos vinculados al paramilitarismo que la han perseguido por décadas.
309 líderes sociales fueron asesinados en Colombia en 2020, según Indepaz, un centro de estudios. En tres meses de 2021 han matado a 40.
Escobar sabe que puede entrar en este indicativo, que destaca a Colombia como uno de los países más peligrosos del mundo para defender los derechos humanos.
«Pero yo no le tengo miedo a la muerte», añade. «Yo siempre he dicho que nací para morirme».
«Como un macho»
Escobar nació en la Guajira, una región pobre y desértica del norte del país habitada por indígenas wayúu; pero cuando era adolescente su familia tuvo que desplazarse al Urabá, cerca de la frontera con Panamá, en busca de mejores oportunidades.
Pronto se separó de su madre y empezó a moverse por casi todos los pueblos que rodean al Golfo de Urabá durante los años que controlaban la zona los guerrilleros del Ejército Popular de Liberación (EPL).
Como dictan las tradiciones guajiras, se casó muy joven con un campesino en una transacción labrada por su padre a cambio de chivos, pequeños cabros que dominan la gastronomía y economía local.
Desde joven se dedicó al campo, a pesar de ser una labor tradicionalmente masculina.
«A mí me tocaba salir a ordeñar a las 4:00 de la mañana, a mí me tocaba acicalar terneros, yo sé capar, yo sé todo el trabajo de ganadería porque ahí aprendí de todo. Incluso a montarme en caballo en pelo. Como los machos».
Pero sentirse tan poderosa como un hombre, sujeta a los mismos derechos y labores que un hombre, fue quizá su peor condena.
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