La toma de posesión de Joe Biden cierra uno de los periodos más turbulentos de la historia reciente de Estados Unidos. Comenzó la noche electoral del 3 de noviembre y concluyó el 20 de enero tras el cambio de inquilino en la Casa Blanca. Once semanas que asombraron al mundo y han sacudido los cimientos que soportan la democracia estadounidense. En ese tiempo, se ha ensanchado la división de su sociedad, se han agravado problemas históricos enquistados y se ha dañado la reputación de su sistema político con la llegada a todos los rincones del planeta de las imágenes de la insurrección popular. Un ‘déjà vu’ en muchos lugares, pero inimaginable en Estados Unidos.
José Luis Toledano | El Confidencial
A pesar del riesgo a un posible ataque, Biden y la vicepresidenta, Kamala Harris —primera mujer, negra y asiática en el cargo—, realizaron su juramento en las escalinatas exteriores del Capitolio. Una ceremonia con un número reducido invitados y sin el entusiasmo popular de ocasiones anteriores en la explanada del National Mall, desierta por las medidas sanitarias y de seguridad. Un acto cargado de simbología y gestos conciliadores para intentar sanar las heridas causadas en el mismo escenario donde dos semanas antes seguidores de Donald Trump trataron de subvertir los resultados electorales y derribar la democracia.
Democracia y unidad han sido las dos palabras clave del discurso inaugural de Biden a una nación en horas bajas por el azote de la pandemia y la herencia envenenada de su antecesor, que cumplió su promesa de no acudir a la ceremonia de traspaso de poder. Una ausencia excepcional e inexcusable sujeta a la negativa de reconocer su derrota, y que rompe con una tradición de 150 años.
A pesar de los siete millones de votos de diferencia entre los dos candidatos —306 votos electorales para el representante demócrata (51,4%) frente a los 232 para el republicano (46,9%)—, Trump continuó todo este tiempo arengando y amplificando el ruido del fraude a sus más de 74 millones de votantes, los empujó a tomar las calles, legitimando las protestas y agrandando la ira y la fractura social. Más tarde, llegaron las presiones a jueces y la amenaza telefónica, el 2 de enero, a su colega republicano Brad Raffensperger, secretario de Estado de Georgia: “Solo quiero encontrar 11.780 votos”, le instó.
Hasta que llegó al fatídico 6 de enero, que ya figura como una fecha negra en la historia del país. Ese día, estaba programada la sesión conjunta en el Senado para ratificar los resultados electorales. Seguidores trumpistas, que habían convocado una gran manifestación de protesta, se citaron frente a la Casa Blanca y escucharon al presidente hablar de nuevo sobre el fraude electoral en varios estados —desestimado por los tribunales—. Les pidió caminar al Capitolio e intentar darles a los débiles republicanos “el tipo de amor propio y audacia que necesitan para recuperar nuestro país». “Nunca rescatarán la patria con debilidad. Tienen que demostrar fuerza, tienen que ser fuertes”. Todo un chute de adrenalina para los integrantes de Proud Boys, Oath Keepers y Three Percenters, organizaciones violentas de ultraderecha que recibían la bendición del propio presidente para actuar.
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