Un policía disparó directamente al rostro a Ronald Barrales. Estaba a menos de 10 metros. Según su relato, el perdigón llegó desde el asiento del acompañante de un vehículo de los carabineros hace unas semanas, en uno de los días más tensos de las protestas contra las políticas del Gobierno en Chile. “Sentí el impacto en el rostro, caí al suelo, me levanté y observé que caía sangre del ojo, mucha sangre”, relata. Herido también en el tórax y en el abdomen, Barrales se ha sometido a tres operaciones en el ojo izquierdo, del que perdió completamente la visión y para siempre. “El precio que he tenido que pagar es muy alto, pero al menos Chile ha despertado”, se consuela Maite Castillo, de 23 años, que también ha perdido la visión del ojo derecho.
Por Rocío Montes / EL PAÍS
Miradas rotas como las de estas dos personas se han convertido en el lamentable símbolo de las revueltas sociales en Chile que explotaron hace ya dos meses. Desde el 18 de octubre, cuando arrancaron las protestas por la desigualdad en el acceso a servicios básicos como la sanidad o la educación, se han registrado 359 civiles con heridas oculares, según el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH). Dos personas han quedado completamente ciegas y 17 han perdido la visión total en alguno de sus ojos. La Sociedad Chilena de Oftalmología y el Colegio Médico calificaron desde el inicio esta situación como “una emergencia de salud visual nunca antes vista en el país” y pidieron suspender la utilización de perdigones. Las autoridades informaban de que los balines estaban compuestos de goma, pero un estudio de la Universidad de Chile determinó que solo contenían un 20% de caucho. El 19 de noviembre la policía suspendió el uso de perdigones a la espera de nuevos análisis en su composición, cuyos resultados todavía no se conocen públicamente.
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Mientras, el Gobierno de Sebastián Piñera intenta reconducir la situación e impulsa un proceso para cambiar la Constitución actual que, según los manifestantes, contribuye a consolidar las desigualdades en el país y, aunque ha sufrido modificaciones durante estos años, ha sido heredada del régimen de Augusto Pinochet.
Pero el cambio político no devolverá la vista a los chilenos que recibieron uno de esos controvertidos perdigones. EL PAÍS ha recogido los testimonios de cinco de estas víctimas:
Maite Castillo, 23 años
Desde su época de estudiante asistía a marchas en demanda por derechos sociales, pero la tarde del 20 de octubre pasado no participaba en ninguna protesta: pasaba en moto junto a su novio por la Gran Avenida —una importante vía de su comuna—, donde se producía el saqueo de un supermercado. No se podía transitar, porque los vehículos iban y venían en todas las direcciones. “Nos estacionamos al frente, en una gasolinera y nos quedamos mirando. Me bajé de la moto, me saqué el casco y observé que venían dos carabineros. Como portaban escopetas, los insulté. Hicimos contacto visual, se me quedó mirando, cargó su arma y me disparó de frente”.
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El perdigón le dio de lleno en la órbita del ojo derecho: “Perdí la visión, no veo absolutamente nada por ese ojo”, señala. Desde entonces, la han operado dos veces, la última vez el viernes, a causa de una hemorragia que no sanaba. Mientras, pasa los días en su casa guardando reposo: “Esta será una Navidad distinta. Triste por lo que me ocurrió, sin duda, pero la gente en este país por primera vez no está centrada en el consumo, sino en otros asuntos fundamentales, con mayor empatía hacia el resto”. El año pasado, Castillo se sacó el título de asistente dental y en 2020 quería comenzar sus estudios de odontología. “Pero he pasado de ser una persona sana a depender de los demás”, relata esta chilena que vive con su padre en el municipio de El Bosque, en la zona sur de la capital, Santiago de Chile.
Padre de una niña de ocho años y de un muchacho de 17, este trabajador autónomo dedicado a la fabricación de productos de limpieza participó de las protestas de Plaza Italia, la zona cero de las movilizaciones en Santiago de Chile, desde el comienzo del estallido social del 18 de octubre. Cuenta que lo hacía siempre pacíficamente, acompañado de familiares, “para manifestar el descontento por la forma en que los políticos han manejado el país en las últimas décadas”. Apunta, por ejemplo, a los problemas en la educación: por falta de dinero tuvo que dejar la carrera de ingeniería y su primogénito en 2020 cursará su último año en el Instituto Nacional, el emblemático liceo público de excelencia de Chile que las autoridades de distinto signo político han dejado morir.
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El 11 de noviembre pasado, Barrales salió a protestar como de costumbre, cuando se quedó sin compañía en medio de una especie de encerrona de carabineros, sin poder correr ni escapar. A poca distancia, de lleno en el ojo izquierdo, le impactó un objeto: “Me di media vuelta y lo único que pude hacer fue correr al hospital de campaña de la Cruz Roja, sin permitir que nadie me ayudara”, relata en su casa del municipio de Quinta Normal, en la zona centro-norte de la capital, donde vive con su madre. En una de las operaciones le extrajeron “un perdigón que no era de goma y que se alojó en el fondo del globo ocular, lo que habla de la potencia del impacto”. Sin poder trabajar y afectado anímicamente, intenta lentamente aprender a vivir con su nueva condición física. Pese a todo, sin embargo, no se arrepiente de haber participado de la protesta: “Estaba simplemente alzando la voz por los derechos de mis hijos y del resto de las personas”.
Después de salir de su trabajo, decidió pasarse por las protestas de Plaza Italia. No milita en ninguna organización ni partido y era la primera vez que asistía a las manifestaciones. Dice que era una concentración pacífica, donde había niños y ancianos, pero que pronto comenzaron los enfrentamientos con la policía, “que comenzó a atacar desmedidamente y sin respetar nada”. Fue cuando un carabinero, según relata, le disparó con la escopeta antidisturbios a unos 15 metros de distancia apuntando a su rostro. “Sentí algo helado en el cuerpo, traté de correr, caí al suelo y me trasladaron a la Cruz Roja”, recuerda el hombre. Recibió un perdigón en el muslo, otro en la cabeza y un tercero en el ojo derecho, cuya visión perdió por completo, según le informaron 48 horas después.
Carlos Puebla es el hijo menor de una mujer que tuvo que hacerse cargo sola de sus cinco niños. Por falta de dinero, no pudo terminar sus estudios escolares. Puebla tiene tres hijos —de 25, 14 y 13 años— y, hasta el 24 de octubre pasado, trabajaba como obrero de la construcción a cambio del salario mínimo (unos 360 euros mensuales). Pero el día que acudió a la protesta marcará la vida de Puebla, que vive en Renca, un municipio del norte de Santiago de Chile. “Los sueldos son bajos y no alcanzan, la salud y la educación son precarias, las pensiones son una vergüenza”.
Ahora espera que le pongan una prótesis. “La vida nunca será la misma, pero tengo dos hijos pequeños todavía que me necesitan. Debo seguir adelante”, reflexiona. Sabe que probablemente no podrá continuar con el mismo oficio y, aquejado de fuertes dolores de cabeza y mareos, muchas veces lo invade la tristeza: “De repente entro en depresión”.
Cuando se había declarado la segunda jornada de toque de queda en Santiago, el 20 de octubre pasado, decidió que saldría de su casa en Quinta Normal, en la zona centro-norte capital chilena, para protestar por el estado de emergencia. Padre de dos niños de 13 años y 10 meses, se dirigió después de comer a la Plaza Italia, donde se encontró con un enfrentamiento entre manifestantes y la policía. Eliacer se unió al bando de los civiles, mientras se protegía con una plancha de metal: “Pero me asomé a mirar y me llegó el perdigón en el ojo derecho”, relata.
“Sentí el mayor dolor físico que he sentido en mi vida, un frío intenso en todo el cuerpo, un pitido en los oídos y ganas de desmayarme. Horrible. Pero la adrenalina y el miedo a que los carabineros me agarraran, me hizo correr y pedir ayuda”, señala Flores.
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Lo han sometido a dos operaciones, pero perdió por completo la visión de un ojo. Probablemente deberá usar una prótesis. Intentó volver al trabajo, pero su estado físico se lo impidió y los médicos extendieron una nueva baja. En estos dos meses ha pasado por distintos estados anímicos: “Ira, miedo, tristeza, rabia. Este país necesita una reestructuración completa del sistema, partiendo de la política corrupta, la salud, la educación y las pensiones que permitan un futuro digno para nuestros viejos”, indica Flores. “En honor a los muertos, los heridos y los violentados debemos seguir luchando. Lo que hemos perdido y lo que hemos dado no puede quedar en nada”.
Cuando intenta beber agua, no logra calcular correctamente la profundidad y el líquido se desparrama fuera del vaso. Si el terreno por el que camina no es completamente liso y plano, corre el riesgo de tropezarse. Esta enfermera de 25 años, que apenas llegaba a un año de vida laboral, intenta con los días acostumbrarse a su nueva condición física: el 28 de octubre pasado, una bomba lacrimógena le impactó en el ojo derecho y perdió tanto la vista como el globo ocular. Ese lunes iba a reunirse con un amigo frente al palacio de Gobierno, La Moneda, donde se había convocado una concentración. Relata que sucedió todo muy rápido: apenas llevaba algunos minutos en la calle cuando la policía comenzó a dispersar a los manifestantes, antes incluso de que comenzara la manifestación. Estaba sola y vio un vehículo policial y a los agentes a pocos metros. “Me di la vuelta y me impactó la bomba lacrimógena en el ojo”, relata en su casa de Peñalolén, en el este de Santiago de Chile, donde vive con sus padres.
“Se me durmió la mitad derecha de la cara, por fortuna, porque no sentí dolor. Desde la frente al labio superior. El impacto no me hizo perder la conciencia, tampoco me destrozó el resto de la cara ni me tiró al suelo, pero quedé aturdida”. Ha sido sometida a dos intervenciones quirúrgicas y no ha podido volver al trabajo. La joven chilena opina que “el Gobierno tiene mucho miedo de perder el poder” y critica las declaraciones del presidente, Sebastián Piñera, que señaló al comienzo de la revuelta que Chile estaba “en guerra” contra un enemigo poderoso: “¿El enemigo poderoso soy yo, que me mutilaron, que soy enfermera, que soy una persona común y corriente, sin armas?”, se pregunta. “Quieren hacer creer que queremos desestabilizar el país, pero Chile está desestabilizado hace mucho tiempo por la inmensa desigualdad que no quieren ver”.
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