El primer ministro, acorralado por las fiestas en Downing Street, tiene los días contados. Mientras, la casa real impone un muro de aislamiento al príncipe Andrés para que no le arrastren sus presuntas fechorías sexuales.
Las dos instituciones que han controlado durante más tiempo las riendas del Reino Unido han demostrado esta semana que son capaces de desplegar la crueldad de una máquina trituradora cuando se trata de asegurar su propia supervivencia. El Partido Conservador comienza a debatir cómo deshacerse de Boris Johnson —y que no parezca un accidente, sino una ejecución—, abochornado por el escándalo que no cesa de las fiestas prohibidas en Downing Street, ajenas a las restricciones sociales impuestas por la pandemia al resto del país. Al mismo tiempo, el Palacio de Buckingham ha borrado al príncipe Andrés, con precisión de photoshop, de la vida pública y de la imagen de la familia real. Isabel II es consciente de que la acusación de abuso sexual a una menor vertida contra su hijo favorito puede erosionar a la institución monárquica mucho más que 100 chascarrillos sobre Meghan Markle, el príncipe Enrique y sus continuas cuitas con el resto de miembros de la Casa de Windsor.
El Reino Unido comienza a despertar de la resaca de un Brexit, que prometió un futuro brillante que no ha acabado de llegar, y de una pandemia cuya gestión estuvo plagada de errores, hasta el punto de alcanzar el macabro récord de ser el país europeo con más muertes por covid. El comienzo de 2022 tiene aroma de naufragio, y los británicos están sumidos en una profunda desconfianza hacia sus centenarias instituciones democráticas.
Clement Attlee irradió toda su vida una gran elegancia moral y estética. Aquel primer ministro laborista que, en apenas seis años y desde las ruinas de un país devastado por la Segunda Guerra Mundial, asentó las bases del moderno estado del bienestar británico, se ganó la vida en sus últimos años escribiendo artículos de prensa en los que analizaba, con inteligencia y ternura, el carácter y la personalidad de sus colegas políticos contemporáneos. “Hay un hecho incuestionable en la política: si un hombre se dedica a ella el tiempo suficiente, acaba revelando quién es. Y no solo obtiene lo que merece, sino que encuentra en su destino el reflejo de sus propias fortalezas y debilidades”, escribió Attlee en una tribuna llamada, acertadamente, Flaws at the Top (Errores en el mando, pero también imperfecciones, fallos o defectos).
Pocos británicos se habrán sorprendido estos días al descubrir el descontrol ético —y etílico— de Downing Street bajo el mandato de Johnson. Lo verdaderamente hiriente para muchos de ellos ha sido más bien darse cuenta de que el político que tanto les hacía reír, posiblemente, de quien se estaba riendo era de ellos. “En cierto sentido, este asunto se ha convertido en algo personal. Todo el mundo recuerda lo que estaba sucediendo en su propia vida cuando, aparentemente, Downing Street era una fiesta continua. El sentimiento es de traición íntima”, reflexiona para EL PAÍS Fintan O’Toole, el escritor irlandés que con más acierto ha diseccionado la rodada cuesta abajo de un Reino Unido entregado a Johnson y a los euroescépticos. “Es algo que han sentido siempre los más cercanos a él, y que ahora experimenta toda la ciudadanía. No puedo comprar la idea de que todo esto amainará cuando la pandemia desaparezca. No es cuestión de si Johnson se va o no se va, sino de cuándo lo hace”, añade.
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