La UE lleva años insistiendo en que «aprender rápidamente a hablar el lenguaje del poder» no es una opción sino una necesidad. El problema es que mientras en varias partes del globo ese lenguaje se habla con portaaviones, amenazas creíbles y desplegando tropas, en Bruselas, demasiado a menudo, se limita a las peleas semánticas, a semanas de intensa lucha literalmente sólo por un adjetivo o una coma.
Por El Mundo
Lo ocurrido estos días, y este mismo jueves en la primera jornada del Consejo Europeo que ha reunido a los jefes de Estado y de gobierno de los 27 es un ejemplo perfecto. Tras inicios titubeantes, una polémica por el afán de protagonismo de Ursula von der Leyen y críticas por un intento de reescribir la posición comunitaria sobre el conflicto entre Israel y Palestina, se llegó a una serie de conclusiones claras a mediados de mes. Una condena unánime, rotunda, sin matices, de la matanza perpetrada por Hamas. Una insistencia en el derecho a la defensa propia de Israel, pero dentro del derecho internacional. Y la necesidad de proporcionar ayuda humanitaria a los habitantes de Gaza. A partir de ahí, los problemas.
La batalla en la reunión de los ministros de Exteriores el pasado lunes, y de embajadores y sherpas desde entonces, se ha centrado en unas pocas palabras. En la cumbre han hablado o van a hablar del Presupuesto anual de la UE y la necesidad de aumentar las aportaciones para hacer frente a desafíos imposibles de anticipar cuando fueron negociados; de Ucrania y de cómo el apoyo debe mantenerse aunque las cámaras y la atención del planeta se hayan ido de vuelta a Oriente Medio. Del Sahel y otras preocupaciones regionales. Pero lo importante, donde está el poder, la política, los sentimientos, las pasiones, es la parte de Israel y Gaza. Ahí es donde el lenguaje, del poder o la impotencia, se transforma en otra cosa.
Aunque desde fuera pueda resultar increíble, ridículo, vergonzoso o patético, el grueso de la discusión ha estado centrado alrededor de unas pocas palabras y apenas un par de ideas. Todos coinciden en que hace falta ayuda urgente (comida, agua, combustible, medicinas) y que para que lleguen los camiones cada día no puede haber bombardeos. Pero mientras algunos querían una petición de «alto el fuego» otros sostenían que era demasiado, una injerencia en el plan de Israel y su derecho a la defensa. Por eso abogan por usar únicamente la expresión «pausa humanitaria». Pero incluso ahí discrepan, porque algunas capitales, incluyendo Washington, preferirían hablar de «pausas», en plural, que suena, en sus oídos, más informal y vago. El paroxismo se rozó cuando Austria llegó a la sala hablando de «ventanas para que se abran corredores humanitarios», algo que nadie entiende muy bien qué significa.
Buena parte del debate se ha centrado en algo así, que pocos pueden entender mientras hay tanto en juego y mucha gente muere. «El lenguaje importa, así es como se logran los acuerdos, aclarando, puliendo palabras, peleando comas. Importa, es la forma de posicionarse en la Unión Europea. Somos un proyecto de paz que se sustenta sobre reglas, defender valores, y la forma de hacerlo es así. Las palabras son importantes si sirven para lograr los objetivos», explicaba estos días una alta fuente europea ante las críticas por la sensación de importancia.
Los líderes, pues, han dedicado su tarde y noche a ello y al final el acuerdo fue algo intermedio, un párrafo que arranca expresando «la grave preocupación por el deterioro de la situación en Gaza», una petición para que «el acceso humanitario llegue de forma continuada, rápida y segura a quienes lo necesitan». Y para ello, defienden, «todas las medidas necesarias, incluyendo corredores humanitarios y pausas para necesidades humanitarias», una expresión horrible, confusa, pero aceptable al final para todos.
En la víspera, los diplomáticos del continente confiaban en que el documento de conclusiones estuviera lo suficientemente «estabilizado» para que la discusión pudiera ser más libre, de sustancia. Pero no fue así. En la sala, Irlanda y España fueron los dos países más combativos. Ambas querían un «alto el fuego», más contundencia o el énfasis en la protección de los civiles «en todo momento y en línea con el derecho internacional», algo que al final se logró. No hubo fuerza sin embargo para resucitar la referencia a Naciones Unidas y el papel de Antonio Guterres, algo que estaba en las primeras redacciones de los borradores de conclusiones y desapareció según la semana se empezó a poner fea.
Pedro Sánchez, activo también el fin de semana en la conferencia celebrada en El Cairo, es el que más claro ha defendido al secretario general de la ONU y el que más algo ha pedido una conferencia de paz para recuperar el diálogo y empezar a tender puentes. Su insistencia, que algunas delegaciones a finales de la tarde casi como bloqueo por la insistencia, se vio recompensada. El documento habla, en su punto 18, de que la UE debe «contribuir a revivir el proceso político sobre la base de la solución de los dos estados» y dice que el Consejo Europeo «apoya la celebración de una conferencia de paz internacional pronto». Algo que España querría albergar, igual que quiere usar la próxima reunión de ministro de la Unión por el Mediterráneo para impulsar ese momento diplomático.
Hay una crítica completamente justa a esa sensación de división, de impotencia, de perder el tiempo por algo que no importa demasiado. Porque los países europeos pueden decir lo que quieran, pedir altos el fuego, pausas o ventanas, pero otra cosa es lo que quieran hacer los actores implicados. Pero luego hay otra parte de la crítica que no tiene en cuenta el funcionamiento de la UE. Que es lenta, burocrática, naíf a veces, pero tiene un método. Es la única forma de entenderse, de coordinar, de avanzar a 27. «A diferencia de lo que vimos en Ucrania, aquí cada país tiene una posición histórica, unas simpatías, unas herencias, unas deudas. Oriente Medio es otra cosa y por eso es tan importante fijar posición hasta el mínimo detalle», explica una alta fuente comunitaria implicada en esta negociación. Sólo así, cuando todos están de acuerdo en cada coma, puede haber una guía, una brújula, y así, cuando alguien se desvía, hace sonar las alarmas.
Es frustrante, es insuficiente y no parece el mecanismo más operativo para un mundo que avanza a velocidad de vértigo, que reclama o exige posicionamientos en minutos, donde las chispas saltan se haga lo que se haga. Pero es, al menos de momento y mientras la política exterior exija siempre unanimidad, lo único y lo mejor que hay. Quizás una comunidad de valores no valga en un mundo hobbesiano, pero es un punto de partido sobre el que construir y unir las voluntades, traumas e intereses de 27 países que hasta hace no mucho se odiaban o luchaban entre sí en juegos de suma cero.
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