Hay gran expectación ante la primera cumbre presencial en plena pandemia, la primera con Biden como presidente. Pero los mandatarios tienen diferentes visiones ante las relaciones con Pekín y las patentes para vacunas.
la utilidad de las cumbres del G7 hace tiempo que está en entredicho. Reunir a los líderes de las siete democracias más ricas del mundo (con la UE como invitada) para discutir cuestiones abstractas y firmar luego un documento que legalmente no es vinculante quizá no sea la mejor manera de tomar el pulso al tablero internacional. Normalmente, nunca pasa nada… hasta que acaba ocurriendo algo.
Fue el caso de la cita de 2018 celebrada en Canadá. Donald Trump, convertido en líder de la primera potencia mundial, pidió que Rusia fuera readmitida en el club, se negó a firmar el acuerdo final y se marchó antes incluso de que la cumbre hubiera terminado para reunirse con el líder de Corea del Norte, Kim Jong-un en “misión de paz”.
La foto en la que el norteamericano se mostraba impasible cruzado de brazos mientras que Angela Merkel no podía ocultar su impotencia, apoyando sus manos sobre la mesa, rodeada del resto de mandatarios, pasará a la posteridad. Era la prueba irrefutable de que el mundo había cambiado. Se habían enfrentado dos bloques. Por un lado, Canadá, Reino Unido, Francia, Alemania, Italia, Japón (más la UE como invitada). Y por otro, Estados Unidos. Y ante la división, China y Rusia se frotaban las manos.
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