La noche del 22 de noviembre un grupo armado irrumpió en Ikabarú, una pequeña comunidad indígena y minera al sur del estado Bolívar, frontera con Brasil. Dispararon y dejaron ocho muertos. Aunque tras una semana las autoridades nacionales de Venezuela no se pronunciaron sobre el suceso, organizaciones no gubernamentales denunciaron que la masacre es consecuencia de la búsqueda del control de las minas auríferas en la región por parte de bandas criminales.
Por Gabriel Bastidas / Infobae
Pero no solo el régimen venezolano guarda silencio. Organismos y movimientos regionales, como la Coordinadora de las Organizaciones Indígenas de la Cuenca Amazónica (Coica), tampoco se han pronunciado, exigiendo una investigación o solidarizándose con los indígenas venezolanos, contrario a las oportunas declaraciones que han hecho sobre las situaciones en Colombia y Ecuador.
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Quienes sí se expresaron fueron la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que manifestó gran preocupación, y el secretario general de la OEA, Luis Almagro, quien exigió a la Corte Penal Internacional una investigación sobre el “exterminio de los pueblos indígenas” en Venezuela.
¿Silencio cómplice?
Rafael Uzcátegui, coordinador general Provea, una reconocida ONG con más de 20 años de trayectoria, considera el movimiento de derechos humanos en América Latina, con excepciones, ha privilegiado su identidad política de izquierda sobre su rol como defensores de derechos humanos ante el caso venezolano. “Prefieren callar y mirar a un costado, pero rápidamente se pronuncian sobre otras circunstancias y otras situaciones», cuestiona Uzcátegui.
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El parlamentario Ángel Medina, diputado electo por el estado Bolívar, coincide al asegurar que “la izquierda latinoamericana calla cuando no ve en cualquier evento trágico, de violación de derechos humanos o de corrupción, una carga ideológica que le facilite fortalecer su discurso. Ante cosas contundentes como estas violaciones a los derechos de indígenas, callan porque creen que callando apoyan a quienes están en el poder en Venezuela. Callar es la peor muestra de que son cómplices”, asevera.
A pesar del silencio por parte de organizaciones latinoamericanas, Uzcátegui destaca que tras la publicación del informe de la Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos en febrero de este año, algunas de estas agrupaciones que expresaban un apoyo automático al régimen de Maduro ahora pasaron a una posición de neutralidad.
En ese documento, la ex presidenta Michelle Bachelet denunció que los pueblos indígenas en Venezuela “han perdido el control de sus tierras, incluso debido a la militarización por parte de los agentes del Estado. Su presencia ha provocado violencia e inseguridad en sus territorios en los últimos años, a lo que se suma la presencia de bandas criminales organizadas y grupos armados”.
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La Alta Comisionada destacó que “los dirigentes indígenas son objeto con frecuencia de amenazas y ataques por parte de agentes estatales” y concretamente se refirió a los sucesos del 22 y 23 de febrero de este año, cuando soldados abrieron fuego en contra de la comunidad pemón Kumarakapay y militarizaron la localidad de Santa Elena, dejando al menos 10 fallecidos.
“Estos hechos obligaron a por lo menos 966 pemones a huir al Brasil, y la mayoría de las personas entrevistadas dijeron que no regresarían por miedo a ser perseguidas”, subraya el informe.
Indígenas sin derechos
Uno de los que se vio forzado a escapar fue el líder de la etnia pemón, y ex alcalde de la Gran Sabana, Ricardo Delgado, quien recuerda que con la nueva Constitución de 1999 los pueblos indígenas pensaron que habían logrado un avance en el reconocimiento de sus derechos. Pero con el pasar de los años, empezaron a sufrir ataques en sus comunidades.
“En el 2011 comenzaron los problemas con la creación de una empresa militar para la exploración y explotación de los metales auríferos, con el gobierno de Chávez”, dice Delgado.
Recuerda que uno de los primeros incidentes se dio en octubre de ese año, cuando los indígenas lograron capturar a un grupo de unos 20 militares, que se encontraba extrayendo oro de manera ilegal en el sector La Paragua.
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Posteriormente, en el año 2013, aprehendieron a otro grupo de 43 funcionarios militares en la comunidad Urimán.
Con la llegada de Nicolás Maduro al poder, la situación empeoró. “Maduro se da cuenta de que tiene que organizar cuerpos delictivos en la zona, por el tema del oro. Ya el precio del petróleo estaba bajo y los recursos más fácil de obtener era el oro”, explica el líder pemón.
En febrero de 2016, Nicolás Maduro decretó un territorio de 11.843 kilómetros cuadrados al sur del río Orinoco como Zona de Desarrollo Estratégico Nacional Arco Minero del Orinoco. Solo un mes después, se registró una masacre en la zona de Tumeremo, que dejó al menos 17 muertos, según el Ministerio Público, aunque familiares denunciaban la desaparición de 28 personas.
“Luego de la masacre de Tumeremo, empezaron a crearse amenazas hacia las comunidades de ese municipio, como Morichal y San Martin de Turumbán. Después de esto empezaron las desapariciones de líderes indígenas”, relata Delgado.
Desde la oposición han denunciado estos crímenes y los califican como la “sangre de oro”.
El diputado Medina afirma que el trasfondo es que el régimen quiere tratar de suplantar la renta petrolera por la renta del oro. “Pero esa renta del oro se ha transformado en sangre, en devastación, en ecocidio, en invasión a las poblaciones indígenas, una forma de vida totalmente perversa”.
Desde el Gobierno interino de Juan Guaidó, el embajador Carlos Vecchio acusa a Maduro de exterminar a los pueblos originarios para asegurarse el tráfico ilegal internacional de recursos minerales. “La dictadura de Maduro es una amenaza narcoterrorista y genocida que debe ser detenida”, alertó.
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