Bloqueos al Congreso, ausencias y polémicos indultos a sus aliados marcan las últimas semanas en la Casa Blanca de un presidente que se resiste a aceptar su destino de perdedor.
Fantasear con un linaje europeo ilustre, o directamente fabricarlo, es una afición frecuente entre los estadounidenses de la que no escapa el hoy presidente saliente. Cuando en 2008 el magnate inmobiliario Donald Trump se dispuso a construir un resort de golf en Aberdeen, Escocia, donde se hunden las raíces de su madre, nacida MacLeod, alguien de la Organización Trump diseñó un escudo para impostar el abolengo del jefe. Tres cheurones, dos estrellas y un águila bicéfala sujetando dos pelotas de golf, todo ello tocado por un casco de guerrero sobre el que un león ondea una bandera. La leyenda elegida para el blasón habría de resultar reveladora para comprender los últimos coletazos en el poder del empresario que la eligió como lema personal: “Numquam concedere”. No rendirse nunca.
Donald Trump se enfrenta al destino que siempre quiso eludir: el de perdedor. Marcado por un padre despótico que dividía el mundo entre ganadores y perdedores, Trump se resiste a entrar en ese segundo grupo al que le condenaron las urnas el 3 de noviembre. Incapaz de asimilar que ni siquiera su condición de persona más poderosa del mundo le podrá librar de abandonar la Casa Blanca el 20 de enero con el estigma de perdedor, el presidente lleva semanas dedicado a agarrarse a cualquier atisbo de ilusión, escuchando ya solo a aduladores, conspiranoicos o caraduras, en su fantasía de revertir el resultado de las elecciones o, al menos, de fabricar un argumento convincente de que le robaron un segundo mandato.
Cada vez más solo, prácticamente aislado, sus sorpresivas irrupciones en la vida pública se limitan a arrebatos que siembran el caos en un momento crítico para el país, como su amenaza de boicotear el rescate económico aprobado por el Congreso o su veto a la ley de financiación de Defensa, así como ejercicios de despotismo en la forma de una sucesión de indultos a sus aliados, que desafían las convenciones de la clemencia presidencial.
Así leía la agenda de prensa de la Casa Blanca el 24 de diciembre: “Según se acerca la temporada vacacional, el presidente Trump continuará trabajando incansablemente para el pueblo estadounidense. Su agenda incluye numerosas reuniones y llamadas”. En román paladino: nada. El país se enfrenta al peor azote de la pandemia, los hospitales al borde del colapso, más de 200.000 contagios y 3.000 muertes cada día. Pero el presidente lleva semanas sin asistir a una reunión del quipo de trabajo del coronavirus. Ni una sola intervención pública, ni una mención a la crisis en sus tuits de los últimos diez días, más allá de un mensaje señalando que no quiere confinamientos y otro, tras el inicio de la campaña de vacunación, celebrando que el mundo “pronto verá el gran milagro de lo que la Administración Trump ha conseguido”. Por lo demás, su perfil de Twitter es una delirante y obsesiva sucesión de vídeos y textos difundiendo patrañas sobre un fraude masivo del que ningún juez ha hallado pruebas convincentes, en unas elecciones que los expertos de su propio Gobierno definieron como “las más seguras de la historia de Estados Unidos”.
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