Atrapada en matrimonio islámico celebrado en el Reino Unido, corroído por el abuso psicológico, Aisha tomó una decisión que creía liberadora: pedir el divorcio. Sin embargo, la esperanza de escapar de su marido abusador se transformó en una nueva forma de cautiverio. Su esposo le impuso una condición imposible: debía pagarle una suma de cinco cifras que, según él, cubría todo lo que había gastado en ella durante el matrimonio. En su desesperación, Aisha ofreció devolver sus anillos, pero la respuesta fue un reclamo por su valor original, miles de libras que ella no podía reunir.
Por Infobae
“Siento que tengo que pagar un rescate para salir de mi matrimonio”, dijo a The Times, encapsulando su tragedia en una frase desgarradora. Pero lo más crudo aún estaba por llegar. Cuando acudió al Consejo de Sharia en Dewsbury, el órgano religioso que regula los matrimonios islámicos en el Reino Unido, su caso no encontró compasión. Lejos de protegerla, el Consejo avaló las exigencias económicas de su esposo, incluso sugiriendo que podría pagar la cantidad en cuotas.
Aisha quedó atrapada en una paradoja: mientras su vínculo matrimonial no tiene validez ante la ley inglesa —debido a que no fue registrado civilmente—, el peso de las normas religiosas la condena a una unión de la que no puede escapar. Para su comunidad y su fe, sigue siendo la esposa de un hombre que ahora tiene el poder de negarle la libertad.
Su historia no solo es la de una mujer, sino la de miles que descubren que su libertad tiene un precio que no pueden pagar. Se cree que unos 100.000 matrimonios en el Reino Unido están bajo la autoridad de los Consejos de la Sharia. Las mujeres contaron a The Times sus dificultades para conseguir el divorcio.
Otro aterrador caso es el de Shakilla Malik, una mujer de 45 años nacida en Manchester, que carga con las cicatrices de una vida moldeada por la violencia y el control. Su calvario comenzó a los 16 años, cuando fue forzada a casarse con un primo durante un viaje a Pakistán. Lo que siguió fue una existencia marcada por 13 años de maltrato físico y psicológico. Cada golpe y cada insulto consolidaban un matrimonio impuesto, cimentado en las expectativas culturales y religiosas que la reducían al silencio.
Finalmente, Shakilla reunió el valor para buscar la libertad. Acudió al Consejo de Sharia en Dewsbury, con la esperanza de obtener el divorcio islámico que tanto necesitaba para romper el vínculo que aún la unía a su agresor. Sin embargo, su solicitud se topó con una maquinaria burocrática que parecía diseñada para prolongar su sufrimiento. Durante tres años, el Consejo retrasó la resolución de su caso, dando oídos a los testimonios de terceros, como el hermano de su esposo, quien envió una carta elogiando al agresor como “un buen padre y esposo” y describiéndolo como un hombre devoto.
“Esto no tenía nada que ver con mi cuñado. Ni siquiera debería haberse considerado su opinión”, recordó Shakilla con impotencia al relatar su experiencia a la organización Karma Nirvana. Cada retraso del Consejo era un recordatorio cruel de su impotencia dentro de un sistema que daba más valor a la palabra de un hombre que a las heridas de una mujer.
El Consejo de la Sharia, en su respuesta, detalla The Times, se limitó a declarar que su papel es “orientar a las parejas hacia decisiones constructivas”. Pero para Shakilla, esas decisiones se convirtieron en barreras, atrapándola en un círculo de sufrimiento que parecía interminable.
The Times reseña otro caso, el de una mujer cuyo nombre permanece en el anonimato, pero que relata una lucha silenciosa y humillante en Midlands. También casada siendo apenas una adolescente, en un matrimonio arreglado con un primo durante un viaje a Pakistán, su vida estuvo marcada por la resignación y el control. Décadas después, tras soportar años de una unión sin amor, logró obtener un divorcio civil. Sin embargo, para ella, esto no era suficiente. En su comunidad, sin un divorcio islámico, al igual que en los otros casos, seguía siendo considerada la esposa de un hombre al que ya había dejado atrás legalmente.
Buscando resolver esta atadura espiritual y cultural, la mujer acudió a un mediador dentro de su comunidad, alguien vinculado a la mezquita. En lugar de ofrecerle ayuda, este hombre le hizo una propuesta indecorosa: sugirió que entrara en un mut’a, una forma de unión religiosa temporal conocida como “matrimonio de placer”. Este tipo de contrato, que permite relaciones sexuales bajo la apariencia de un acuerdo matrimonial breve, le resultó ofensivo y degradante. “Aparte de mi esposo, ningún hombre me ha tocado”, recordó entre lágrimas al relatar cómo aquella oferta la hundió en una profunda desesperación.
El mut’a, que tiene defensores en ciertos círculos religiosos, fue para ella una confirmación de cómo algunos líderes comunitarios instrumentalizan la religión para perpetuar el abuso y el sometimiento de las mujeres. En lugar de una solución, encontró un nuevo rostro del control patriarcal que la había marcado durante toda su vida.
La madre anónima habló de cómo su exesposo justificaba su comportamiento abusivo citando un hadith atribuido al profeta Mahoma: “La esposa debe conceder al esposo el derecho al sexo, incluso si está sobre la montura de un camello”. Este texto, interpretado por algunos como una negación del concepto de violación marital, era una herramienta de poder que su esposo utilizaba para dominarla.
Para esta mujer, el divorcio islámico seguía siendo un paso crucial para su libertad plena, no solo legal, sino también espiritual y comunitaria. Su caso, relatado en The Times, expone el uso de la religiosidad como un mecanismo de control que perpetúa las desigualdades de género y muestra cómo miles de mujeres quedan atrapadas entre las expectativas culturales y los sistemas legales paralelos que no siempre las protegen.
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