La determinación diplomática de José Luis Rodríguez Zapatero en Venezuela es inversamente proporcional a sus logros. Tras 40 viajes y seis años de misión, el expresidente español no está más cerca de frenar la deriva autoritaria del régimen o de aliviar la situación de los venezolanos. Tampoco le queda ya crédito mediador. Llegó el momento de agradecerle los servicios prestados y pedirle que dé un paso a un lado.
Por David Jiménez / nytimes.com
No hay motivo para dudar de la sinceridad de Zapatero en su propósito de recuperar la convivencia democrática en Venezuela. Pero tampoco los hay para creer que haya regresado de sus viajes con nada salvo una valiosa lección sobre cómo no negociar con el autoritarismo. Su estrategia de apaciguamiento y diplomacia cándida ha ofrecido a Nicolas Maduro legitimidad sin apenas contraprestaciones, una combinación conveniente para un líder decidido a perpetuarse en el poder.
Más allá de las simpatías y rechazos que genera, Zapatero es un político tolerante que impulsó importantes derechos sociales en España y ha mantenido una respetuosa distancia con la política doméstica tras su paso por el poder. Pero su legado internacional como estadista —el nacional quedó dañado por su gestión de los primeros años de la Gran Recesión— ha sido malogrado por la falta de neutralidad en la búsqueda de soluciones. No supo ver la fina línea que separa, al tratar con un autócrata, la utilidad de ser utilizado.
El último viaje del expresidente español a Venezuela, a principios de mes, tenía el propósito de fomentar el deshielo entre Maduro y el gobierno estadounidense de Joe Biden, en un intento de reducir las sanciones internacionales. El líder chavista, enfundado en el disfraz de líder conciliador, se muestra dispuesto, de un tiempo a esta parte, a dialogar con quienes declaró sus enemigos, fuera y dentro del país. Entre sus guiños se incluye la designación de un nuevo Consejo Nacional Electoral (CNE) con presencia no mayoritaria de la oposición y la medida de casa por cárcel otorgada a seis exejecutivos de Citgo —cinco de ellos ciudadanos estadounidenses—, filial de PDVSA en Estados Unidos. Todo sería más creíble si cesara el asalto a las instituciones, la perversión de las reglas democráticas y la persecución de los críticos, confirmada la semana pasada con el embargo de la sede del diario El Nacional.
Frente a quienes desconfían de Maduro está la posición de Zapatero, favorable a concederle el beneficio de la duda las veces que haga falta. El político español ha legitimado en el pasado las elecciones ganadas con ventajismo autoritario por el chavismo e interpreta el conflicto desde una falsa equidistancia entre el régimen y quienes lo padecen. Entre sus logros quedan las liberaciones puntuales de presos políticos, que no detuvieron la represión ni fueron seguidas de una apertura sincera.
Zapatero dinamitó en estos seis años su credibilidad ante los actores clave del conflicto venezolano, incluidos Estados Unidos, la Unión Europea y su propio país, España, cuyo gobierno se ha distanciado en varias ocasiones de lo que considera iniciativas personales. La desconfianza es aún mayor en la oposición venezolana, donde el expresidente español hace tiempo que es visto como un obstáculo para la democracia en Venezuela. “Zapatero intenta blanquear la dictadura”, decía en una entrevista reciente Juan Guaidó.
El líder opositor exagera al darle esa intencionalidad a las acciones de Zapatero. Y, sin embargo, el político socialista comparte responsabilidad en que sea percibido más como el ministro de Exteriores de Maduro que como un mediador neutral. Pudo aprovechar su acceso al régimen para hacer entender a sus dirigentes que debían ganarse con hechos la creación de un escenario de diálogo internacional. No lo logró y Guaidó ha delegado ahora en mediadores noruegos, más creíbles e independientes, la interlocución con Maduro.
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