El domingo pasado, en una ciudad del oriente de Venezuela, falleció un enfermo renal de 71 años. Según las denuncias, la muerte tiene relación con las dificultades que existen actualmente en el país para poder obtener gasolina. No es este el primer caso de pacientes en situaciones extremas que no pueden asistir a sus centros de diálisis o a sus tratamientos de quimioterapia.
Por Alberto Barrera Tyszka | The New York Times
A la profunda crisis humanitaria que vive el país, al estado de alarma que Nicolás Maduro ha extendido esta semana por otros 30 días por la pandemia del coronavirus, hay que sumar ahora la escasez de combustibles.
¿Cómo es posible que uno de los principales países petroleros del mundo, con las mayores reservas de crudo del planeta, se encuentre ahora sin gasolina? La respuesta a esta pregunta es compleja. Todos los factores que están en pugna tienen una versión diferente. Desde las sanciones que está aplicando el gobierno de Donald Trump en Estados Unidos hasta el colapso de la industria petrolera venezolana a causa de la pésima administración del país durante las últimas dos décadas. Pero, más allá de las explicaciones, todos los bandos —oficialismo, oposición y comunidad internacional— también comparten una obligación inminente: deben reaccionar juntos frente a la emergencia.
En enero, cuando estuve en Caracas por última vez, llené el tanque de gasolina de mi carro y no pagué nada. De hacía tiempo, el combustible no tenía valor en Venezuela. No había forma de calcular su precio. No había manera de pagarlo. La velocidad de la hiperinflación, así como los cambios y las sucesivas devaluaciones de la moneda, hicieron imposible que las máquinas expendedoras de gasolina pudieran estar actualizadas. Los números con que sumaban y tasaban el costo del combustible no tenían nada que ver con el resto de la economía del país. Pero, además, tampoco había ya billetes para pagar esa cifra inexistente o cualquier otra cantidad. Ir a una estación de gasolina era como entrar en un universo paralelo, en una zona distinta a lo real.
Venezuela tuvo un sistema de refinerías de muy alto nivel, capaz de proveer gasolina, diésel y carburantes al mercado interno sin ningún problema. Los altos precios del petróleo del inicio del siglo XXI alimentaron todavía más las políticas populistas de la autoproclamada Revolución Bolivariana. Mientras se descuidaba la industria petrolera, se regalaban barriles a Cuba y a otros países del Caribe. Chávez actuaba sin control, como un niño rico en medio de la fiesta de la abundancia. Usó políticamente la bonanza para asfixiar la economía y concentrar más poder. Nunca midió las consecuencias porque el mercado del crudo seguía llenando al Estado de dólares. Todo podía solucionarse con subsidios, a billetazos. Basta recordar que hace años, como un guiño desafiante en medio de su “batalla” contra Estados Unidos, Hugo Chávez regalaba combustible a algunas comunidades de New York y Boston.
Hoy la gasolina forma parte de una nueva ilegalidad venezolana, un negocio manejado en el mercado negro por militares y controlado por distintas mafias. Ahora el litro, cuando se consigue, vale igual o más que en Hong Kong.
La escasez de combustibles dibuja un horizonte apocalíptico. En un país devorado por la hiperinflación, que padece frecuentes apagones eléctricos y fallas en el servicio de agua, la falta de transporte solo asegura más escasez y precariedad: alimentos, el gas en bombonas que se consumen mayoritariamente en los sectores populares, dificultades de movilizarse ante cualquier emergencia.
La situación tiene que ver, por supuesto, con las medidas que ha tomado Estados Unidos para presionar a Nicolás Maduro. Pero también representa el clímax de un proceso que se inició con la llegada de Hugo Chávez al poder en 1999.
La caída de los precios del petróleo que comenzó en 2014 encontró a una Venezuela sin Chávez y con un aparto productivo en ruinas. El socialismo del siglo XXI es un proyecto que únicamente funciona cuando el barril de petróleo vale más de 100 dólares. Solo con derroche de dinero se puede tapar el colapso de la producción y la refinación, mantener una estructura oficial corrupta y seguir regalando internacional y nacionalmente los combustibles.
La crisis de hoy ya había sido anunciada. Pero lo que no habían previsto los analistas era un contexto tan adverso: la pandemia.
El coronavirus ha sorprendido a Venezuela en medio de una extraña combinación: un vertiginoso deterioro socioeconómico, que ubica al país entre las cinco peores crisis humanitarias del mundo, y una estancada pelea política entre una oposición cada vez más debilitada y que parece dejarle la iniciativa a Donald Trump, y un gobierno ilegítimo, negado a negociar y dispuesto a ejercer la violencia para mantener su poder. En este escenario, la ausencia de gasolina puede ser inflamable.
Un mito moderno de la política venezolana supone que es peligroso dejar de subsidiar la gasolina. La creencia data de 1989 y señala el alza de los precios del combustible como la chispa que disparó el famoso “Caracazo”, una revuelta popular en contra del presidente Carlos Andrés Pérez.
Hoy, finalmente, y quizás de la manera menos imaginada, la gasolina en Venezuela no solo ya no está subsidiada sino que es parte del mercado ilegal. Llenar el tanque de un automóvil es un proceso desgastante y lleno de obstáculos, una hazaña que puede tomar varios días. No todo el mundo puede acudir al mercado negro y pagar hasta 3 dólares por litro.
Mientras la oposición trata de explicar y de desligarse de un absurdo y deplorable intento de incursión armada en el país, Maduro endurece su control sobre la población. Estados Unidos, por su parte, aprieta su cerco: investiga empresas internacionales que puedan estar apoyando al chavismo y evalúa tomar medidas en contra de Irán, por envíos de gasolina a Venezuela. Cada quien aprovecha la pandemia como puede y, a veces, pareciera que las víctimas no son parte del conflicto.
El enfrentamiento entre el oficialismo y la oposición está cada vez más alejado de las realidades concretas de la gente. Cada vez más parecen una misma clase política envuelta en una desgastada pelea por su supervivencia. Las circunstancias, sin embargo, exigen que ambos regresen a pensar y a actuar desde las tragedias de la población.
Cuando se vive en estado de desesperación, cualquier cosa puede ocurrir. Como en los tiempos de guerra, urge un pacto humanitario entre los actores políticos, un acuerdo para evitar que un país sin gasolina termine incendiándose.
Alberto Barrera Tyszka es escritor. Su libro más reciente es la novela Mujeres que matan.
(c) The New York Times 2020
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