Ungido por Hugo Chávez como su sucesor, Nicolás Maduro ha gobernado Venezuela con mano de hierro por más de una década. Acusado de violar derechos humanos, insiste en mostrar una imagen de hombre común, de «presidente obrero».
En el poder desde 2013, Maduro buscará el 28 de julio un tercer mandato de seis años que lo proyecte a 18 al frente del país: sería el jefe de Estado que más tiempo ha gobernado Venezuela después del dictador Juan Vicente Gómez, por 27 años (1908-1935).
Alto, con un espeso bigote que luce con orgullo, este exchofer de bus y dirigente sindical de 61 años explota los estereotipos de «hombre de pueblo», de «presidente obrero», como se hace llamar, para su beneficio político, evocando un pasado de vida sencilla en largas veladas televisadas junto a Cilia Flores, su esposa y «primera combatiente», una dirigente muy poderosa tras bastidores.
Formado en Cuba, la cultura de Maduro, que fue parlamentario, canciller y vicepresidente de Chávez (1999-2013), va mucho más allá del volante del bus que condujo en su juventud.
Enfrenta el domingo a Edmundo González Urrutia, un diplomático de 74 años inscrito en el último minuto en representación de María Corina Machado, favorita en las encuestas pero neutralizada a través de una inhabilitación política.
«¡Indestructible!»
Maduro, a quien sus detractores llaman dictador, fue designado por Chávez como su heredero el 9 de diciembre de 2012, antes de que el entonces presidente viajara a Cuba para continuar un tratamiento contra el cáncer, una enfermedad que lo llevó a la muerte tres meses después. Su «opinión firme, plena como la luna llena» era que su entonces vicepresidente le sucediera.
Erróneamente subestimado desde todos los flancos, Maduro neutralizó resistencias en el gobernante Partido Socialista de Venezuela (PSUV).
Durante su gobierno, masivas manifestaciones fueron duramente reprimidas en 2014 y en 2017 por militares y policías. La Corte Internacional de Justicia abrió una investigación por crímenes de lesa humanidad en contra de su gobierno por la represión de 2017, que dejó centenares de muertos.
Supo también maniobrar entre una batería de sanciones internacionales tras su reelección en 2018, boicoteada por la oposición y desconocida por medio centenar de países. Sobrevivió además a una crisis económica sin precedentes en esta nación de casi 30 millones de habitantes, con un PIB que se redujo en 80% en 10 años y cuatro años seguidos de hiperinflación.
Escándalos de corrupción, supuestos atentados… y Maduro sigue en la silla presidencial, «indestructible», como reza el eslogan del dibujo animado de propaganda «Súper Bigote», que lo muestra en la TV estatal como un superhéroe que combate monstruos y villanos de Estados Unidos y la oposición venezolana.
Ahora en la campaña se hace llamar «gallo pinto», de raza pura, de pelea, para mostrarse fuerte frente al físico disminuido de González Urrutia. Salta, corre, baila salsa…
El presidente ha dicho que la Fuerza Armada está de su lado y asomó la posibilidad de un alzamiento militar si gana la oposición.
«Realpolitik»
Maduro no tiene el carisma de Chávez, aunque lo emula con discursos de horas en los que mezcla asuntos políticos duros, beligerantes, con chistes y anécdotas personales.
Ostenta con firmeza el poder con el apoyo de la Fuerza Armada y los cuerpos de seguridad, entre denuncias de detenciones arbitrarias, juicios amañados, tortura y censura.
«Chávez era competitivo electoralmente», a diferencia de Maduro, que «sabe que no las puede ganar», estimó Benigno Alarcón, profesor de la Universidad Católica Andrés Bello.
«¡No volverán más nunca!», repite el mandatario con frecuencia en referencia a la «ultraderecha», en la que ubica a todos los opositores, a los que tacha de lacayos del «imperio estadounidense» y responsabiliza de todos los males.
Más allá de lo retórico, ha sabido hacer «realpolitik»: recortó el gasto público, eliminó aranceles para impulsar importaciones que acabaran con el desabastecimiento y permitió el uso informal del dólar, que hoy reina en un país donde tiendas y restaurantes de lujo reaparecieron, aunque solo para el disfrute de unos pocos.
«Es el capitalismo más desigual de América Latina», dice Rodrigo Cabezas, exministro de Finanzas de Chávez y crítico de Maduro.
«Marxista», «cristiano» y «bolivariano»
Intransigente en su discurso «antiyanqui», Maduro ha sabido sin embargo negociar con Washington. Obtuvo el levantamiento parcial de sanciones estadounidenses, revertido tras la ratificación en enero de la inhabilitación de Machado en la corte suprema.
Consiguió que Estados Unidos excarcelara a dos sobrinos de su esposa condenados por narcotráfico, y al empresario Alex Saab, acusado de ser su testaferro y enjuiciado en Florida por lavado de dinero.
Lejos del ateísmo que por definición acompaña al marxismo, Maduro buscó acercamientos religiosos, sobre todo con la Iglesia evangélica, que maneja un valioso bloque electoral. «¡No han podido conmigo ni con ustedes porque Cristo está con nosotros», ha dicho el presidente, que se define como «marxista», «cristiano» y «bolivariano».
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