El venezolano Ricardo Arispe viajó hasta el desastre de Chernóbil en pleno invierno para retratar la soledad del peor accidente nuclear de todos los tiempos. Quiso plasmar el vacío más desolador, la nada, causada por el veneno radioactivo. Pero allí también descubrió otro veneno cuyos efectos todavía perduran: el del totalitarismo.
Cuando el fotógrafo venezolano Ricardo Arispe viajó hasta Chernóbil, decidió hacerlo en el más duro invierno. Todas las fotos que había visto de la zona devastada por el mayor desastre ambiental de la historia de la humanidad se habían tomado en verano. Por eso quiso plasmar otra realidad, otros colores y otra soledad: la del invierno en la fantasmagórica zona afectada.
Las tierras devastadas por el desastre de Chernóbil se han convertido en verano casi en una zona turística. Pero durante el invierno, la ciudad y sus poblaciones aledañas quedan sumidas en un blanco que todo lo cubre. Moverse es casi imposible. El esfuerzo para cruzar una carretera es titánico. A 40 grados bajo cero, las cámaras se congelan y los flashes no funcionan. No hay vida humana en kilómetros y no se percibe ningún tipo de sonido. Por eso, a veces hay que hablar solo y así comprobar que no se han quedado sordos.
Es un horror particular, muy distinto al que hubiese podido retratar a pocos metros en cualquier calle de Caracas. Pero Arispe quería descubrir los horrores silenciosos de los venenos de Chernóbil. Uno de ellos invisible, pero fácilmente detectable con cualquier aparato capaz de medir la radiactividad.
“Quería retratar ese horror, esa soledad absoluta en el invierno, con otra luz y otra realidad muy distinta a la que yo conocía. Es un lugar inhabitado, lleno de construcciones y casas fantasmas. Cuando llegué y vi esas estructuras vacías, casas, parques y piscinas donde entrenaban las glorias olímpicas de la URSS, sólo tenía una pregunta: ¿Por dónde comienzo?”, explica el fotógrafo.
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