El julio, antes de las elecciones presidenciales, muchas personas en Venezuela estaban expectantes, calibrando el impacto de las manifestaciones en las calles, aguardando ansiosas por un desenlace predeciblemente complejo, sobre el cual lo habitual era intercambiarse pronósticos en conversaciones casuales. Parecía haber cristalizado por completo la hora del cambio político.
En septiembre, las cosas han cambiado. Una vez anunciados los resultados oficiales, en las calles de las ciudades y pueblos del país se vivieron tres olas emocionales consecutivas: el estupor, la indignación y, después, el miedo. “Con o sin Maduro yo tengo que salir a trabajar para comer, aquí no se puede estar pensando mucho en eso”, dice Yelitza Fernández, de 31 años, que se gana la vida vendiendo billetes de lotería en las calles. Comenta que las ventas “están flojas”. Vive en los Valles del Tuy, un circuito de pueblos empobrecidos en el extrarradio de Caracas. De su casa al punto donde labora en la calle se toma hora y media en llegar. “Ya yo me fui una vez a Ecuador, cuando Maduro ganó la vez anterior, y no me fue nada bien. No estoy haciendo mucho dinero, tengo muchos altibajos. Pero bueno, tengo trabajo y tengo que trabajar, no puedo pensar en más.”
La gente en la calle pensaba que las instituciones del Estado eran chavistas, pero que las Fuerzas Armadas no se atreverían a desconocer un resultado electoral evidente, puesto que tal cosa no había sucedido en Venezuela en más de 70 años. Era una circunstancia desconocida para estas generaciones. La población, otra vez, ha tenido que verse las caras con las consecuencias de la represión, con sus 29 fallecidos, sus 200 heridos y 2.000 detenidos. Ciertas decisiones anunciadas, como suspender la red social X, abonaron en la confusión y los pronósticos sombríos. El exilio del candidato opositor, Edmundo González Urrutia, ha caído como una bomba en el ánimo de muchas personas. Embajadas importantes en Caracas ya reportan un brusco aumento de solicitudes de información para emigrar.
Luego de las elecciones, y del asedio policial de los días posteriores, en la ciudad se respira “insilio”: exilio interior. Rutinas personales, trabajo, familia, evasión, apremios económicos. Nicolás Maduro y los dirigentes chavistas no paran de hablar en la televisión, pero, en las panaderías, en los abastos, en el metro, en los bancos y en las plazas, la mayoría de la gente está evitando hablar de política.
La inconformidad -y la bronca- con lo sucedido en las pasadas elecciones presidenciales, sin embargo, es una emoción que permanece suspendida, gravitando silente sobre la cabeza de muchas personas, y puede derramarse en cualquier conversación casual. María Corina Machado, la líder más popular de Venezuela, conserva, a pesar de todo, su credibilidad y capital político.
“No me atrevo a emigrar, no hemos tomado esa decisión, aunque mucha gente cercana ya lo ha hecho”, cuenta Jacqueline Bruzual, de 42 años. Su esposo es policía municipal y tienen dos hijos. Vive en Altagracia, una zona de clase media baja del centro. Administra un quiosco de periódicos y refrescos en Las Mercedes, una de las zonas de restaurantes de la ciudad. “Las ventas se han caído mucho luego de las elecciones, claro. Acá hemos tenido días muy malos. Uno va sobrellevando la situación, a veces se mejora un poco. Claro que quiero un cambio, todo el mundo lo quiere, pero si el cambio no viene hay que seguir ¿para dónde se va a ir uno?”
El movimiento comercial transita más lento en Venezuela, de nuevo, en el tórrido y lluvioso mes de agosto. El cerco policial de los días posteriores a las elecciones ha ido desapareciendo. La censura está a la orden del día en la radio y la televisión. Se palpa la precaución de la gente.
“No fui a votar, yo nunca voto, no me meto en eso. Lo mío es trabajar. No me interesan los políticos, no creo en ninguno. Claro que no me gusta Maduro, pero la verdad es que ninguno sirve, tampoco el de oposición”, dice Argenis Cordero, trabajador de un puesto de perros calientes en la avenida Francisco de Miranda. Antes tuvo uno propio en el centro, pero las autoridades, dice, lo molestaban mucho “pidiendo papeles”. Vive en La Pastora, una barriada popular del norte de la ciudad. Tiene dos hijos estudiando. “Eso es lo que hay que hacer, ponerse a trabajar. No estoy de acuerdo con la gente que se va del país, yo me olvido del que se va. ¿De qué se están quejando, si luego se van?”
La economía venezolana ofrecía algunas señales de vida durante el primer semestre el año, empujada por una recuperación modesta de la producción petrolera, pero muchos acuerdos de inversión para la segunda parte del año estaban supeditados a lo que pudiera ocurrir el 28 de julio. La calidad del resultado anunciado está trayendo consecuencias. Aumentan las posibilidades de nuevas sanciones y más aislamiento.
“Hay un antes y un después desde el punto de vista de los negocios y el comercio en Venezuela luego de esas elecciones”, afirma Roberto Baskin, analista y consultor de mercados, profesor de la Universidad Católica Andrés Bello. “El primer semestre del año fue lento, esperando el desenlace de las presidenciales. No se hicieron demasiados lanzamientos de consumo masivo, muchos restaurantes de mediana y alta gama han tenido que cerrar. Y los resultados electorales, lejos de reactivar la inversión, lo que han hecho es ahuyentarla. Se han pospuesto muchas cosas estas semanas”.
El oficialismo chavista se siente, sobre todo, en las manzanas del restaurado centro de Caracas. Por la televisión, todos los días sigue culpando “al fascismo”, – es decir, a la oposición- de organizar planes insurreccionales. El PSUV, el partido oficialista, organiza frecuentes mitines en las adyacencias del Palacio de Miraflores, la residencia del Gobierno y donde se cree que duermen Maduro y Cilia Flores, la primera dama. La militancia chavista hace suyos los argumentos de la dirigencia con mucha simetría y disciplina. En el PSUV hace rato han decidido dar por terminado el debate sobre los resultados electorales. Nicolás Maduro se hace llamar presidente constitucional varias veces al día, por si alguien le queda alguna duda.
“Voté por Maduro porque me parece que el cambio que propone (González) Urrutia es violento”, dice Antonio Granados, obrero de construcción de 62 años. Vive en Antímano, una densa barriada de chabolas del sur-oeste de Caracas. Lamenta que “no hay mucho trabajo”. En este momento tiene un encargo en la reparación de una residencia privada. Es de Trujillo, un estado andino del país. “En la democracia me iba mejor, no lo puedo negar. Pero el Gobierno me ha ayudado con algunos bonos. Afortunadamente puedo comer. Maduro ha rectificado y garantiza la paz de este país. La oposición es un salto al vacío.”
“No me va muy bien”, confiesa María Gámez, escueta, evasiva al conversar. Vende bolsitas de platanitos salados en la Plaza Brión, en la céntrica zona de Chacaíto, y vive en Catia, al oeste. Labora de lunes a sábado. “Pero ya me fui y no me quiero volver a ir. Viví en Colombia, pasé mucho trabajo. Muchos me ayudaron, pero había mucha xenofobia. Me decían: ¿y tú qué haces aquí? Vete a tu país a tumbar a Maduro”.
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