Recién salido de Sierra Maestra, «con un uniforme arrugado y el fusil al hombro», Fidel Castro se plantó en Caracas. Era 1959, tenía 32 años y aquella fue su primera salida de Cuba tras derrocar a Fulgencio Batista. Poco después se marchaba totalmente cabreado porque el entonces mandatario venezolano, Rómulo Betancourt, ni le rebajó el petróleo ni aflojó los 300 millones de dólares que Castro le pidió.
Pero con la misma paciencia que le mantuvo en el poder durante medio siglo, Fidel esperó 40 años a que llegara su hombre: Hugo Chávez. Y el día que por fin se conocieron, comenzó el idilio.
Fue en Cuba en 1994, y así lo iniciaba Chávez:
-No sabe el honor que usted me hace y el sueño que me hace vivir el día de hoy. Un gran honor conocerlo después de tantos años. Me siento feliz en esta tierra libre de América…
En 2004, Chávez seguía:
-Fidel me hizo el honor, gracias, mi Comandante, de convertirme en hijo suyo y yo así me siento.
Y otro ejemplo:
-Por Cuba lloramos, por Cuba peleamos, y por Cuba estamos dispuestos a morir peleando…
Y con el idilio, llegó la invasión. Y después, la ruina.
La invasión consentida (Ed. Debate) se titula el libro que se publica este jueves y que relata el absurdo amorío entre la Venezuela chavista y la Cuba castrista, y en gran medida es la cronología de cómo el país más próspero de Iberoamérica se fue a pique en poco más de una década.
Es también el relato de cómo Chávez se convirtió en el mecenas que la Unión Soviética había sido para la isla durante décadas. Y, así, es la historia de cómo Chávez transformó Venezuela en otro de los teatros de la Guerra Fría, como antes lo fueron Angola, Bolivia, Vietnam o Afganistán. Pero su ruinoso teatro fue anacrónico, porque la Guerra Fría había terminado ya.
El autor, o los autores, de este libro, que está firmado con el seudónimo de Diego G. Maldonado por motivos de seguridad, explica por email que en esta relación entre Venezuela y Cuba «la única semejanza [con la URSS] es económica». «En el plano político, las cosas son muy distintas», añade. «La URSS no contrató asesores cubanos ni delegó responsabilidades de gobierno en burócratas de la isla. Jamás se subordinó a su beneficiario. La influencia de La Habana en el gobierno soviético era nula. Nikita Kruschev no le pedía consejos a Fidel Castro. Con el chavismo, en cambio, Venezuela terminó convertida en un satélite de La Habana».
Este párrafo resume el espíritu del libro, que está contado como una colección de apasionados reportajes de investigación que retratan con datos cómo Castro empezó a conseguir petrodólares del chavismo hasta el punto de permitirse el lujo de exportar (o mejor dicho: revender) crudo unos años más tarde. Y también se constata cómo, a cambio de miles de millones de dólares anuales, Fidel enviaba «misiones humanitarias» a un país ocho veces más grande, tres veces más poblado y muchas veces más rico que Cuba.
«El intercambio comercial de Venezuela y Cuba pasó de 912 millones de dólares en 2000, cuando desplazó a España como primer socio comercial de La Habana, a 13.000 millones en 2010», añade Maldonado. «Cuba ha obtenido tantos recursos del país que se dio el gusto de exportar petróleo venezolano en 2014».
Como consecuencia de esa canibalización, los proyectos cubanos mermaron los servicios esenciales del país, fagocitaron la burocracia y la administración, exportaron las peores y más represoras costumbres del castrismo y enseñaron a lavar millones de cerebros. Pero al principio del todo, cuando Fidel todavía era un guerrillero que inspiraba y no consiguió aquel dinero de Betancourt, había una situación bien diferente.
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