Han pasado 17 años y aún los lamentables sucesos del 11 de abril de 2002 se intrican como una maraña de mentiras. Unas pocas certezas, sin embargo, relucen: la renuncia de Chávez, sus lágrimas en la Orchila y los 19 muertos que dejó la impresionante marcha a Miraflores. El gobierno no ha querido saldar la deuda y de las 79 investigaciones abiertas solo cuatro llegaron a juicio.
Largo día de más de 60 horas, 19 años después, podría decirse que el 11 de abril aún no ha terminado. Que no es un día definitivo del calendario venezolano. Y que no está claro, a estas alturas, su itinerario elíptico de esperanza, violencia y frustración: aún no ha sido asentado por escrito el memorándum de víctimas y victimarios, 19 muertos y más de cien heridos, tal como ocurrió. Todos los intentos por hacer que calcen las piezas de la histórica fecha han devenido, hasta ahora, intentos tan denodados como infructuosos. El gobierno ha saboteado con tenacidad la creación de una comisión de la verdad, aseguran sus propulsores. Lo que sí está claro es que, enmarcada en rojo como fecha luctuosa y triste, respira como una enorme cicatriz urbana, emocional y social; tirita como una culpa mal resuelta que se contabilizó como error táctico y se asumió, sospechosamente, como una crónica de muertes anunciadas.
Narrado en varias versiones por periodistas, abogados, familiares, testigos y los tantos protagonistas de la escena política y militar patria, comienza con el esfuerzo colosal de un pueblo resteado que decide marchar —un millón de personas en asistencia récord— y llega lejos, hasta más allá del límite permitido; hasta ser espantado a balazos. Limitada la movilización a los linderos del este, el llamado intempestivo a proseguir es un vuelvan caras que convierte a Chuao en hervidero. “¡A Miraflores!” Es la consigna de la cual se hacen eco los caraqueños que entonces deciden, ay abril, desoír consejos de mesura e ir por el medio de la autopista hasta la sede del poder y plantársele. El objetivo de conmover se cumplió con creces: estremecer a la comunidad internacional sería un detalle al lado de lo que provoca aquella manifestación infinita: remecer el poder local hasta desmontarlo, rozar la democracia hasta comprometerla, propiciar un cambio en el país de las promesas incumplidas.
El 11 de abril y su prolongación extenuante de tiempo extra es también la hora de maniobras oscuras, egos, dislates, que derivan en confusión, desencuentros y daños fatales. Extrañas circunstancias desencadenan una serie de eventos desafortunados en tiempo récord y la ruptura inesperada de alianzas concertadas hasta el momento.
Francisco Arias Cárdenas, arrimado al mingo contrario, opta, cuando no es considerado el sucesor del rey en el jaleo de las reparticiones, regresar a donde sus pares con botas y pone así fin a sus correrías por la oposición. Raúl Isaías Baduel, quien después sería nombrado comandante general del ejército —y también, años después, es denostado y encarcelado por su compadre, el depuesto presidente Chávez—, decide salvarle el pellejo y, blandiendo el imbatible argumento de la constitución, encabeza el movimiento cívico militar que exonera del jaque al mandón de Sabaneta.
Tiempos de antipolítica, o de partidos envejecidos —“ahora me queda claro que la sociedad civil tiene un papel asignado que no es el mismo de los partidos, 2002 debió ser el tiempo de estos pero fue el de borrón y cuenta nueva”, sostiene Carlos Raúl Hernández— la corona va a la cabeza de Pedro Carmona Estanga. “Debo decir que esto es un golpe de Estado y las formas de procedimiento, dictatoriales; pero Carmona es un hombre moderado, así lo ha demostrado, y actuará en consecuencia este año de transición”, diría en televisión Teodoro Petkoff.
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