No había sonido de alarma. A las 4:00 de la mañana de cada día, cuando aún estaba oscuro, Zoraida Rodríguez y Rolando García despertaban uno a uno a cuatro de sus cinco hijos: Deneisker, Zorailys, Zorelys, Zorangel y Rodwin. “Hijos, levántense, vamos a hacer el culto matutino, vamos a cantar, está amaneciendo otro día”, repetían.
Por María Ramírez Cabello / Correod el Caroní
Era el momento escogido para cantar y rezar como parte de sus rituales adventistas matutinos. A partir de ese momento, comenzaba el día con una tarea fija: preparar la masa y los guisos para las empanadas que vendían frente a la casa en la calle principal de Kumarakapay, una comunidad indígena pemón que es paso obligado en la ruta a Santa Elena de Uairén, en la frontera con Brasil.
Esa madrugada del 22 de febrero de 2019 no hubo canto ni oraciones. Ya salía el sol, cuando Zorailys despertó, consciente de que se había pasado la hora del rezo. La despertaron los gritos de la esposa de su hermano Deneisker. “¡Zora, Zora, levántense!, que están disparando a tus padres”, gritaba.
Líderes indígenas de Kumarakapay habían manifestado -en semanas previas- su apoyo a la entrada de insumos por la frontera brasileña en un contexto de intensa necesidad por la crisis humanitaria compleja que sufre el país. Una pancarta en plena vía daba un mensaje frontal: “Guaidó, presidente. Aretauka-La Gran Sabana”. El pronunciamiento a favor de la ayuda, tanto de esta como de otras dos comunidades, había generado fricción en la ya perturbada dirección del Consejo de Caciques, encabezada por capitanes que con silencios y posturas débiles ha sido criticada por miembros del pueblo pemón.
La pareja se levantó, sin despertar a sus hijos; hicieron el culto matutino y salieron. “Ese día lo hicieron los dos nada más”, recuerda Zorailys. Cuando los gritos la despertaron, sus padres estaban frente a la casa. A pocos metros, recuerda, había tres convoyes militares que muy rápido habían atravesado el puesto de seguridad territorial pemón, que procuraba -aunque a distancia- colaborar en que se concretara el ingreso de la ayuda humanitaria.
“Después los militares se fueron hacia el puesto policial, estaban discutiendo no sé qué y después de eso, cuando terminan de discutir, fue que empezaron a disparar hacia el suelo, entonces, allí empezaron con los disparos”.
Zorailys se escondió en el baño con sus sobrinos, un anexo afuera de la vivienda principal. Con la puerta apenas abierta, alcanzaba a ver todo lo que ocurría. “Dejé la puerta abierta para ver qué iba a suceder y vi a mi mamá, se estaba cayendo, le dispararon y cuando mi papá corría a buscarla, a mi papá también le dispararon… Me sorprendí, pensé que ella se iba a levantar, pero cuando vino mi hermano corriendo y él le dice: mamá, mamá, ya estaba inconsciente”.
La joven corrió. Rolando sangraba. Una bala le había atravesado el abdomen. “Solamente me dijo: rápido, hija, ya no puedo, necesito agua”. Corrió a la cocina, allí vio la bandeja con la masa de harina de trigo a medio amasar y la cocina prendida. “Cuando salí, ya no podía. Vine a ver a mi mamá y ella estaba… solamente decía, Yose, el recién nacido, sáquenlo del cuarto y corran para escaparnos porque estaban llegando muchos militares a matar a la gente, a masacrar”.
Su cuerpo estaba en el suelo del precario ambulatorio, cubierto con una sábana. “Mi papá me preguntaba: ¿cómo está, mamá?… Solamente le dije: mi mamá está bien”.
En las horas siguientes de ese viernes, hubo más disparos y bombas lacrimógenas. Rolando fue trasladado a un hospital en Boa Vista, junto a otros dos pemones en situación crítica: Kliver Pérez y Onésimo Fernández. Los cinco hijos de Zoraida y Rolando escaparon por el río Yuruaní hasta el conuco. Temían mayor represión. “Nuestra casa estaba horrible con los disparos”, recuerda.
Cuando Zorailys volvió a casa, dos días después, no solo seguían abiertas las huellas de las balas. Frente a su casa estaba el féretro con el cuerpo de su madre, que había sido trasladado en la noche del viernes a Santa Elena de Uairén para la autopsia. El objetivo era vestirla, pero no pudo ni siquiera abrir la urna.
“Todavía no creo que mi mamá está muerta porque aquí en la casa siempre nos manda a hacer algo, la ayudamos, cuando se va al conuco nos vamos con ella. Cuando la trajeron, no me gustaba”, cuenta siempre en tiempo presente. El entierro fue el lunes en el camposanto local, en el que aún se observa una enorme flor blanca y las inscripciones de los nombres de sus hijos en la capa de cemento, ya curtida y fracturada.
Destierro forzoso y desplazamiento
Cuando los jóvenes decidieron viajar a Boa Vista -esa misma semana- para ver a su papá, el reloj corría afanoso. Rolando respiraba, pero no hablaba. Movía su cabeza, cuando escuchaba voces. Zorailys y sus hermanos menores demoraron tres días sacando permisos en Pacaraima, la localidad brasileña fronteriza con Venezuela.
El sábado cuando ya tenían lo que requerían para entrar al país vecino, reciben un mensaje de texto: “Nena, ¿en dónde están? Ya su padre falleció”, leyó en la pantalla. “No le creí. No avisé a mis hermanos porque iban a llorar. Salí de la oficina a preguntar a mi prima pero estaba llorando, le pregunto ¿qué pasó? Me abrazó y me dijo: tu papá falleció (…) Nuestro objetivo era ir a Boa Vista a cantar donde mi papá, a orar, a estudiar Biblia, pero no fue así”.
Allí, en Bananal, permanecieron los cuatro hijos menores de Zoraida y Rolando por siete meses, hasta el 20 de diciembre de 2019 cuando volvieron a Kumarakapay para pasar la primera navidad sin la compañía de sus padres.
– ¿Qué sentiste por Kumarakapay al volver? ¿Querían volver?
– Quería volver, pero por seguridad mía y de mis hermanos estábamos en Brasil. Yo no sé, pero en Brasil estamos bien. Pero aquí, está difícil estar, no hay turismo como era antes. Volvimos a pasar la navidad con la familia, con mis tíos, con mis primos. Por eso volvimos.
Nos sentimos solos porque es la primera vez que pasamos navidad sin nuestros padres, entonces, nos sentimos incompletos, más mi hermano no estaba aquí. Estaba con su esposa, que estaba enferma, en Boa Vista.
– Cuando piensas en ellos, ¿cómo los recuerdas?
– Recuerdo cuando ellos nos levantan en la mañana como a las cuatro a hacer culto matutino. Eso es lo primero que recuerdo. Ellos nos levantan a cantar, a estudiar una cita de la Biblia, hacemos reflexión de eso. Es lo que más extraño. Extraño estar compartiendo con ellos, riéndonos.
Los orificios de las 10 balas
Zorailys está sentada frente a la casa de sus padres, observando el lento transitar de Kumarakapay, que no ha recuperado el dinamismo y la fuerza turística de otrora. La pared del frente de la vivienda sigue siendo verde, como hace un año; pero las heridas siguen allí, adentro y afuera. Los colgantes que adornan la entrada dejan al descubierto los orificios de las 10 balas, de las decenas que ese día dispararon uniformados del Ejército.
El cuarto de la pareja está intacto: la máquina de coser de Zoraida, la ropa en el armario, los afiches del día del padre y la madre en la pared, las fotos, los recuerdos.
La joven cuenta las horas. En breve viajan nuevamente a la frontera brasileña, en donde los menores estudian y ella aspira iniciar cursos de enfermería, lejos de sus raíces y su tierra, de la que tuvieron que huir por la represión militar.
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