Aunque solo cuenten con la razón y con sus lanzas, arcos y flechas, decenas de comunidades pemón, piaroa, ye´kwana y sanemá en los Estados de Amazonas y Bolívar han optado por la autodefensa ante el avance de invasores vinculados a las guerrillas y el crimen organizado sobre sus territorios.
Joseph Poliszuk | María de los Ángeles Ramírez | María Antonieta Segovia | El País
No han soltado el arco y la flecha, solo que ahora los enfilan contra otros colonizadores. Unos 133 indígenas piaroa de la comunidad Gavilán de Cataniapo —al norte del Amazonas venezolano, en el municipio de Atures— se unieron en 2018 para conformar lo que llaman “cuerpo de resistencia civil”: un grupo de centinelas para protegerse de los nuevos forasteros que irrumpen en ese rincón de la selva amazónica.
Los vigilantes se llaman Ajoce Huäyäkä, vocablo piaroa que alude a una forma de trabajo comunitario. Insisten en ese asunto porque de allí deriva su legitimidad. Más que de tropas o milicias se trata, según sus palabras, de un grupo que se constituyó siguiendo decisiones adoptadas en asambleas, cuando la comunidad empezó a verse rodeada de mafias, guerrillas, mineros y garimpeiros que fueron asentándose en las vecindades.
No había pasado un año de la formación de la resistencia cuando fueron sorprendidos con una visita particular: hombres armados que se identificaron como disidencias de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) invadieron su territorio y, como ya lo han hecho en otras zonas de la Guayana venezolana, se anunciaron como sus nuevos vecinos con un guión que viene repitiéndose en otras comunidades.
“Informaron que venían del gobierno, que eran aliados estratégicos del país”, recuerda el coordinador general de la Organización Pueblo Unido Piaroa del Cataniapo en Amazonas, Hortimio Ochoa. Solo que en este caso, después del revuelo inicial, terminaron por hacer caso a las demandas de los lugareños y desistieron de instalarse. “Marchamos, dialogamos y se fueron”.
El asunto, sin embargo, no quedó allí. Un año después, en febrero de 2020, los mismos uniformados regresaron, esta vez ya para quedarse. Entonces, más de 700 indígenas de las riberas del Cataniapo volvieron a marchar para expulsarlos, sin éxito.
Hoy, la guardia tiene más trabajo que antes. Preocupados de que los cataloguen como una suerte de autodefensas, Ochoa insiste en que están bien lejos de ser un pelotón militar. Dice que no portan armas de fuego —solo se les ve con lanzas de madera— y que se trata de la misma comunidad organizada. La guardia, afirma, “interviene en la liberación de personas secuestradas, participa en la búsqueda de desaparecidos en las masacres, previene el reclutamiento de niñas y niños en el conflicto armado, ofrece seguridad en las movilizaciones y eventos de sus pueblos, protección ambiental y seguridad territorial”.
Un cóctel de nuevos y viejos grupos irregulares —desde mineros ilegales hasta guerrillas— ha venido asentándose en el territorio piaroa. La expansión armada en el conflictivo sur venezolano, incluso en tiempos de pandemia, ha generado desplazamientos, confrontaciones, reclutamientos y depredación ambiental. También ha impactado las formas de vida tradicionales de los pueblos indígenas que, como en el río Cataniapo, empiezan a constituir grupos autónomos de seguridad que suplen la ausencia del Estado.
En apenas un año, entre 2020 y 2021, surgieron noticias de al menos dos nuevas guardias territoriales indígenas en áreas a las que ha llegado la presencia armada: una en la comunidad piaroa de Pendare, en el municipio de Autana del norte de Amazonas; y la segunda en territorio ye’kwana del río Caura medio, en el municipio de Sucre del oeste del Estado de Bolívar. Se sumaron a una lista de cuatro comunidades piaroa de Amazonas, así como de otras en Bolívar, tanto a orillas del río Paragua como del río Cuyuní.
Por mucho, el caso más emblemático es el de la Gran Sabana, al suroeste de Bolívar, cerca de la frontera con Brasil. Allí, unas 86 comunidades del pueblo pemón, entre 120 localizadas en la zona, han adoptado este tipo de patrullas.
En Pendare, ubicada en el norte de Amazonas, los indígenas decidieron en febrero de 2020 defenderse “por su propio medio” de la “invasión silenciosa” sobre el territorio Tearime Siri koi Aerime Suititi de los uwottuja. De acuerdo con la mitología indígena, los abuelos protegieron el territorio piaroa poniendo raudales que servían como puestos de control y vigilancia para impedir el paso de personas foráneas. Pero las organizaciones del crimen han saltado los raudales y otros accidentes naturales, si es que no los han usado a su favor, para penetrar el territorio e instalar campamentos debajo de la copa de los árboles o dragar el lecho de los ríos.
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