Está peor. Puede decirse que, a un año del asesinato de su esposo, la maestra de preescolar Walewska Pérez, está más desolada y ansiosa que el 29 de junio de 2019, cuando le confirmaron que el capitán de Fragata (retirado) Rafael Acosta Arévalo había muerto. Ese día, aunque ya tenía una semana casi sin dormir, abismada ante las informaciones que le llegaban, según las cuales su marido estaba siendo sometido a crueldades difíciles de concebir, ella se veía muy triste, pero a la vez firme y decidida. Esto lo sabemos por la entrevista que le hizo Idania Chirinos, a escasas horas de confirmado el asesinato.
Por Milagros Socorro – La Gran Aldea
Doce meses después, Walewska Pérez difundió una carta pública donde recordaba los pormenores del secuestro y asesinato de su esposo, la retención por doce días del cadáver, la inhumación controlada, el “juicio” donde condenaron a dos funcionarios de la DGCIM (Dirección General de Contrainteligencia Militar), por “homicidio preterintencional”, esto, que lo mataron sin querer; y concluía pidiendo justicia para el crimen del capitán Acosta Arévalo y para “los más de 420 presos políticos, militares y civiles que aún están siendo torturados en manos del narcorrégimen”.
El comunicado es duro, pero al comentarlo con ella por teléfono, aunque repite los datos, su voz evidencia un gran agotamiento y un dolor que no ha hecho sino crecer.
-He envejecido mucho -dice Walewska Pérez-. He perdido peso y sé que no tengo brillo en los ojos. No puedo sonreír, no me sale. Casi no duermo. Me levanto de la cama a medianoche y camino sin hacer ruido, para no despertar a mis hijos ni causarles más traumas. Vienen a mi mente las escenas más pavorosas. Mis abogados me lo dijeron, porque yo les pedí que lo hicieran. Y luego leí el informe de la autopsia que salió en la prensa. Lo llevaron a una casa de torturas que tiene la dictadura en Miranda, lo desnudaron y lo colgaron de un árbol; le disparaban cerca de los oídos para reventarle los tímpanos; le pusieron una carpeta con tirro alrededor de los ojos; lo golpearon con tablas en todo el cuerpo; lo metían en un cuarto helado y le echaban agua helada; le daban latigazos; le ponían bolsas en la cabeza; le metían la cabeza en tobos; le hicieron cortaduras en las plantas de los pies; le metieron electricidad en los testículos,… Participaban muchos, me dijeron, porque el método de ellos es no dejar descansar a la víctima. Cuando quedaba inconsciente, lo reanimaban. Le tomaban fotos. Alguien tiene las fotos de mi esposo siendo martirizado. Trato de no pensar en eso, pero no puedo.
Iríamos a Egipto
Nacida en Maracay, estado Aragua, en 1977, Walewska Eleanor es la mayor de dos hermanas. Su padre emigró de Tenerife, Islas Canarias, a Venezuela cuando era un niño y aún menor de edad empezó a trabajar en diversos empleos hasta que ingresó a Philips de Venezuela, donde progresó hasta ser gerente. No puede decirse que haya dejado la compañía ni que se jubiló, porque el hecho es que la empresa tuvo que irse del país. “Le pegó mucho el cierre de la empresa”, dice Walewska. Y su madre, proveniente de familia muy humilde, es una docente que se desempeñó en el aula hasta que tuvo a su primera hija. Fue ella quien le puso su nombre. “A mi mamá le gusta la historia de Napoleón. Convencida de que su primogénito sería un varón, cuando se encontró con que no era así, me puso el primer nombre que se le vino a la mente, el de la aristócrata polaca que fue amante del emperador”.
Walewska conoció a Acosta Arévalo cuando ella tenía 17 años y él 25, y ya era un oficial de la Armada. “Al principio lo vi poco, porque él estaba en la frontera. A pesar de su juventud, ya era el hombre serio y reservado que siempre fue. Era muy ordenado y pulcro, tanto en su trabajo como en su vida personal. Participó mucho en la crianza de los dos niños. En las primeras semanas, si los bebés lloraban durante la noche, él los cargaba, los cambiaba, les daba los teteros. Cuando crecieron, los llevaba al deporte. Era muy afectuoso, no con palabras, sino con hechos. No era hombre de ponerse bravo, su manera de resolver los conflictos era conversar. Jamás fue hombre violento. Leía mucho. Le gustaba la historia de la Antigüedad, sobre todo la de Egipto. Solía pedirle a Dios que pudiéramos ir a conocer Egipto”.
Al preguntarle por su propia infancia, Walewska dice, siempre con voz mustia, que nunca les faltó nada. “Fuimos a colegios privados. Nunca fuimos caprichosas. Mi mamá nos enseño a hacer méritos para ganar lo que queríamos”. Se graduó de licenciada en Educación Preescolar en la UPEL, en Maracay.
Alguien lo traicionó
Rafael Acosta Arévalo pidió la baja en 2006, “porque no estaba de acuerdo con lo que estaba sucediendo”. Estaba residenciado en Colombia con su esposa e hijos; y decidió viajar a Venezuela, según dice su viuda, “para renovar los pasaportes y hacer otras diligencias. Había cumplido 50 años el 17 de junio y el 21 de ese mes fue detenido, sin orden judicial, en Guatire, estado Miranda.
-Él no tenía miedo -dice Walewska-. Decía que todos nacemos para morir. De hecho, mientras estuvo activo, le explotó una granada en la pierna y tuvo un accidente de buceo en la Base Naval de Turiamo, de donde lo sacaron inconsciente en helicóptero. Estaba acostumbrado al peligro. Y, de seguro, jamás pensó que un compañero podría traicionarlo. A él lo vendió un “amigo”, que lo envió a una muerte terrible por congraciarse con el régimen y obtener quién sabe qué…
Al preguntarle si ella estaba al tanto de las actividades conspirativas en las que Acosta Arévalo podría haber estado involucrado, ella asegura que jamás oyó nada que le hiciera pensar en eso. “De todas formas”, -dice Walewska-, “después de su asesinato, yo me aislé porque no quería perjudicar a nadie”.
Mami, yo vi la cara del asesino
Las últimas palabras de Acosta Arévalo en su agonía fue una sola: ‘Auxilio’. Lo habían secuestrado el 21 de junio y lo mantuvieron en la cámara de tortura durante una semana, al cabo de la cual fue trasladado por una comisión del DGCIM a la sede del tribunal militar para su audiencia de presentación. Era un guiñapo. Incapaz de tenerse en pie, lo llevaron en silla de ruedas. Mostraba signos de desorientación, sangre en las uñas, la nariz fracturada y escoriaciones en los brazos, que era lo que se le veía. Los funcionarios de la DGCIM no lo dejaron hablar en privado con sus abogados, otra crueldad innecesaria, puesto que el reo apenas si pudo rogarle ayuda a su representante legal. Al verlo en semejante estado, el juez le preguntó si había sido torturado, a lo que el capitán asintió con la cabeza, y ordenó que lo llevaran al hospital, donde murió en la madrugada del 29 de junio.
-Mi hijo está muy afectado. Perdió interés en los deportes, bajó las calificaciones escolares. Ya tiene 13 años. Me resulta imposible impedir que vea en Internet los detalles del secuestro y muerte de su padre. Hace poco me dijo que había soñado con su papá. Que lo tenían amarrado en una silla y lo estaban electrocutando; que, aunque tenía la boca tapada, se oían sus gritos. “Mamá”, me dijo, “yo le vi la cara a quienes lo estaban torturando. Estaban vestidos de militar. Vamos a meternos en Internet para enseñarte quién lo mató, porque yo tengo su cara aquí, en mi cabeza”.
La viuda llora su congoja y la de la familia. “Mis suegros se deprimieron muchísimo. A mis padres los han estado intimidando. Mi hijo pequeño pregunta mucho por su papá. Pregunta que si su papá no le ha enviado un mensaje de voz, “porque él se llevó su teléfono”. Rezo para que nunca se le olvide la cara de su papá, la voz”.
-Yo sé que nada me lo va a devolver, pero es muy importante para mí que se haga justicia. La burla, la impunidad, me han llevado a la desesperación. La señora Bachelet estaba en Caracas cuando a él lo mataron, por qué no lo impidió… A veces pienso que a nadie le importa lo que estamos padeciendo los venezolanos. Pero, ni siquiera en mis momentos de mayor rabia, le he reprochado por qué se fue a Venezuela, por qué marchó a la muerte. Todos cometemos errores. Cómo voy a pelear, ni siquiera en mi mente, con un hombre tan generoso.
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