El régimen intenta vender la idea de que la pandemia está superada y de que la crisis forma parte de la nueva “normalidad”, a pesar de que se agrava. El reto del liderazgo opositor es reorientar su estrategia para que esta sensación de rutinización no se arraigue, en lo cual es clave la reconexión con la gente, que ha expresado sus inconformidades a través de múltiples protestas, dispersas, invertebradas y huérfanas de liderazgo que les den sentido político
Por Benigno Alarcón | Politikaucab
Mientras la crisis avanza desde sus diversas facetas (humanitaria, sanitaria, social, económica y política) sin posibilidades de solución a la vista, se corre el inmenso riesgo de su rutinización. En la medida en que se diluyen las expectativas de que haya algo que alguien, desde la comunidad internacional o desde dentro del país, pueda hacer para cambiar la realidad actual, aumenta el peligro de que, progresivamente, la crisis pase de ser algo extraordinario e inaceptable a convertirse en la nueva normalidad en la que el país pareciera atrapado, contra su voluntad, por la fuerza de los hechos.
Más que una coyuntura accidental, esta “normalización de la crisis” -al convertirse en parte estructural del paisaje venezolano, tal como sucede con los estados fallidos- supone un riesgo doble. Internamente, porque una parte de la población pudiera llegar a adaptarse para sobrevivir a esta realidad y ser parte del sistema, independientemente de su aceptación. Y externamente, porque la comunidad internacional, cuya agenda se hace cada vez más compleja y va modificando sus prioridades con los cambios de gobiernos y los asuntos urgentes que van emergiendo, como la pandemia y sus consecuencias sociales y económicas hoy en día, lo que va dejando atrás aquellos otros temas en los que la relación costo/beneficio pareciera ser menos gratificante. Y he allí el riesgo de que menos actores internacionales estén dispuestos a apostar su reputación en la causa democrática venezolana, que hoy luce con bajas probabilidades de éxito.
Contribuye también a esta “normalización”, que se gesta en medio del agravamiento creciente de la crisis, un control férreo sobre la información y los medios de comunicación y, por lo tanto, sobre las narrativas que se generan. Específicamente, es notoria la desinformación sobre el estatus real de la pandemia en el país, sobre todo entre las sectores más pobres que son los que menos acceso tienen a fuentes alternativas de información, todo con el propósito de que se perciba que la crisis del Covid-19 es una etapa superada en la que la peor parte quedó atrás.
Asimismo, llama la atención el control sobre la narrativa política que posiciona nuevamente la idea de un régimen invencible y una oposición derrotada. El régimen la impulsa a través de una eficiente maquinaria comunicacional y tecnológica a su servicio. Pero también contribuyen los innegables errores de la oposición, la ineficacia de su aparato comunicacional, y la contribución que a la destrucción de todo liderazgo democrático, hacen quienes viven magnificando sus faltas, ignorando sus logros, repitiendo una y otra vez que nosotros no podemos, socavando toda esperanza por un cambio político, y desmovilizando con ello a toda la sociedad.
El juego de Maduro
Ante este panorama, Maduro cuenta los días, por una parte, para lo que apuesta será un cambio radical que jugará a su favor si Donald Trump pierde las elecciones en los Estados Unidos; y por la otra, para que se concrete la elección parlamentaria en la que avanza, sin prisa pero sin pausa, para el próximo seis de diciembre. Con ello, lograría recuperar el control de la Asamblea Nacional, sustituir a la oposición por otra minoritaria, difusa y cooptada, y así finalizar el muy incómodo capítulo de un gobierno presidido por Guaidó, aunque ello se logre al costo del desconocimiento de la nueva Asamblea por muchos países que, a todo evento, ya lo desconocían a él como presidente y nunca los contaría como aliados.
Es así como, mientras nos aproximamos hacia un escenario que luce como inevitable, Maduro, a través de las gestiones de Tarek El Aissami, comienza a avanzar en los cambios que pretende implementar a partir de enero de 2021 con la aprobación adelantada de lo que se ha denominado Ley Antibloqueo, y un andamiaje legal que se construirá a la medida de las posibilidades de cada caso desde la Asamblea Nacional, para atraer cualquier inversión a cualquier costo.
Obviamente, esto evidencia el nivel de preocupación en el gobierno por el impacto de unas sanciones que, si bien no consiguieron el objetivo de su renuncia o de obligarlo a negociar, si lograron minar significativamente los recursos disponibles para su propia sustentación y la de sus redes clientelares, con consecuencias devastadoras para una población que absorbió parte importante de sus costos, gracias a la disposición de una élite gubernamental para sacrificar a la gente, mientras concentra los pocos recursos que tiene en el aparato represivo tanto estatal como para-estatal.
Los retos de la Consulta Popular
Mientras tanto, del lado opositor, la abstención en las próximas elecciones parlamentarias se posiciona como la tendencia dominante. Sobre todo, después de la decisión de Capriles -único liderazgo con credibilidad del lado opositor que había originalmente decidido participar- de retirar su partido y sus postulaciones ante la negativa del gobierno a considerar la postergación del proceso y la negociación de condiciones, pese a los intentos de Borrell y la misión europea que visitó Caracas recientemente.
Ante este escenario que amenaza con volver irrelevante todo lo que ha sido por años el liderazgo opositor, y ante la evidente dificultad para retomar la movilización de protestas que quedó frustrada al regreso de la gira internacional de Guaidó, gracias al Decreto de Estado de Alarma por el coronavirus del 13 de marzo, la oposición hace un último intento de activación ciudadana a través de la organización de una consulta, para lo cual formalizó la semana pasada el nombramiento y juramentación, en la Asamblea Nacional, de los miembros del “Comité Organizador de la Consulta Popular”.
Independientemente de los innegables méritos de quienes conforman el Comité, la consulta enfrenta el peso de un antecedente: la desprestigiada consulta de julio de 2017. A ello se suman las dificultades actuales, mucho mayores que las de entonces, cuando se contaba con la ventaja del mayor ciclo de protestas desde la elección de Maduro, y con una oposición que en 2015 había propinado al régimen su mayor derrota electoral.
Los organizadores de la consulta están al tanto de los riesgos y han tenido consultas con un equipo amplio integrado por representantes de partidos políticos, sociedad civil, e independientes. Siendo ésta una consulta que compite por la legitimidad que no se le reconoce a la elección del 6 de diciembre, los retos son mucho mayores si se considera que una elección parlamentaria que alcanzase una abstención del 70% implicaría un piso de seis millones de votos, lo que significa que las cifras de participación en la consulta no podrían estar nunca por debajo de los 7 millones que alcanzó la consulta de 2017. Pero además, es predecible la reacción del régimen para evitarla a como dé lugar si en algún momento sus mediciones proyectaran un nivel de participación que representara alguna amenaza o efecto legitimador del liderazgo opositor.
Ante esta dificultad, el gobierno interino representado por Guaidó estudia alternativas para lograr la participación de los venezolanos en el exterior, considerando que el Registro Electoral presenta un rezago de unos 950 mil electores afuera. Esto podría sumar un número significativo de votantes que debería servir para complementar, pero jamás para sustituir, la presencia masiva y visible de millones de ciudadanos que estén dispuestos a participar en ciudades, barrios y pueblos en todo el país, sobreponiéndose al escepticismo y al miedo justificado a la represión y al contagio.
Pero más allá de todo lo anterior, la principal debilidad realmente está en el progresivo distanciamiento y divorcio entre el liderazgo político y la sociedad, que se ha agravado en la medida que se insiste en alimentar expectativas superadas que han perdido toda credibilidad, como las expresadas por la Dra. Blanca Marmól de León al afirmar que “dependiendo de los resultados de la consulta popular, quedará o no legitimada la intervención internacional”, y que solo contribuirán a aumentar esa distancia, como sucedió en la consulta de 2017.
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