Ana Teresa Hernández viajó desde Mapire, estado Anzoátegui, al kilómetro 88 del estado Bolívar con ganas de trabajar. La necesidad la obligaba a buscar esa alternativa en las minas.
Por recomendación de un hermano, Ana se fue a prestar su servicio como cocinera. Se levantaba a las 4:30 de la mañana a preparar desayuno, eran cuatro comidas: desayuno, almuerzo, cena y re-cena, esta última a las 12 de la media noche.
Las condiciones para vivir dentro de las minas no eran las mejores. Estaba en una habitación improvisada con plásticos, donde se podía resguardar solo de la lluvia; no tenía un baño al que ir, solo ese plástico que la acobijaba en las noches. Ana siempre debía tener una reserva de dinero para ir al baño porque los alquilaban; no iba a diario, como lo debe hacer una persona en condiciones normales. Se cohibía por unos tres días, por lo que debía aguantar un tiempo. Pero ese aguantar le empezaba a pasar factura.
A pesar de tener esa limitante, Ana, quizás por sus condiciones de trabajo, salía de la mina cada tres meses por al menos unos veinte días. Estuvo así hasta que cumplió once meses en los que, aunque no lo dijo, fueron duros; duros porque presenció mucha violencia y agresiones hacia las mujeres.
«Yo vi cuando maltrataron a una mujer, ella se hizo un auto-robo dentro del campamento. Por esa falta, fue golpeada, la demacraron y hasta le cortaron la mano. Eso fue muy feo, tanto que dije: ‘me voy de aquí’. Pero como tengo la necesidad porque tengo a mis hijas solas, debo trabajar», relató Ana.
En el lugar, la seguridad la lleva el sindicato (grupo de mineros armados), por lo que las personas que van a arriesgar su vida por algo de oro, se deben someter a sus reglas. Allí las autoridades no existen, no tienen dominio de las zonas mineras, pues ahí no hay ley que valga, solo la de los sindicatos.
Afortunadamente Ana, madre soltera y quien trabaja por sus dos hijas, nunca enfermó, siempre estaba alerta y atenta con medicamentos preventivos. Sin embargo, cuenta que cada quince días entra “Malaria”, como le dicen ellos, a realizar los exámenes y pruebas del paludismo e incluso les facilitan el tratamiento en caso de que alguien de positivo.
El miedo obligó a Ana a salir de esa zona. El “sindicato” se ponía cada día más exigente, pedían mucho por estar trabajando en esa zona minera y apenas los trabajadores recibían una grama de oro cada ocho días. La violencia se apoderó del lugar y es cuando decide salir de ahí.
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