«CLAUSURADO», se lee en una calcomanía del ente tributario Seniat en la fachada del local de Corina Hernández y sus hermanas Mileidis y Elys Cabrera en Corozopando, un recóndito pueblo de paso con unos 600 habitantes en el estado Guárico (centro), convertido en símbolo de resistencia.
«Hasta el final», reza un pequeño cartel escrito a mano y colocado justo debajo del que pegó el Seniat. Es el eslogan con el que termina cada mitin Machado, inhabilitada políticamente aunque favorita en las encuestas, una popularidad que usa en favor de la campaña de su sustituto, el desconocido diplomático Edmundo González.
«Corozopando con Venezuela», «Con María Corina», «Estamos contigo», «¡Libertad!», se lee en el mismo papel en letras más pequeñas, todo en celeste, color que distingue la campaña de Machado.
La medida se repite: al menos cuatro hoteles donde se hospedó Machado en cuatro ciudades diferentes fueron clausurados. Un pescador que la transportó por río en el vecino estado Apure (oeste) cuando simpatizantes del oficialismo le bloquearon el paso, huyó del país por miedo después de que los militares le confiscaran la lancha.
«No sabíamos que ella venía», dice a la AFP Corina, de 43 años. «Es algo injusto porque recibimos a todos los que lleguen».
Con varios dirigentes arrestados, la oposición denuncia una persecución de cara a estas elecciones en las que el presidente Nicolás Maduro aspira a un tercer mandato que lo proyecte a 18 años en el poder.
«Abuso de poder»
Machado, alma de la campaña opositora y acusada por el gobierno de promover sanciones contra el país, tiene además prohibición de viajar en avión y recorre el territorio en auto.
Fue así que llegó al local de las Hernández el 22 de mayo, al hacer una parada en Corozopando, paso obligado en la ruta hacia Apure, adonde se llega pasando una carretera en la que rebaños de vacas deambulan imperturbables.
El Seniat llegó media hora después de terminado el servicio en este paradero con viejas estufas y una antigua nevera remendada con trozos de cartón y cinta plástica.
«Nos cerraron el negocio a nosotros nada más», añade Corina, que heredó de su hermano mayor, en Perú hace seis años, la maestría de preparar empanadas de harina de maíz que venden a un dólar.
«En 20 años no había venido el Seniat aquí», asegura. «Nos pidieron una máquina fiscal (para imprimir facturas oficiales) que cuesta como 1.500 dólares y pagar una multa de 300 dólares».
El Seniat no respondió a los pedidos de comentarios de la AFP.
Aún clausurados, retomaron la venta de desayunos en cuatro mesas dispuestas en el patio bajo un frondoso árbol de mamón.
No hay electricidad, pero en la cocina, oscura y vaporosa, el trabajo sigue: Corina estira la masa y pone el relleno a las empanadas que luego fríe en un caldero con aceite burbujeante; su tía Nazareth Mirabal deshebra pollo; su hermana Elys sirve café junto a un sobrino, Aaron, que ayuda a atender los clientes.
Tras el incidente, algunos viajeros se detienen a tomarse fotos y expresarles apoyo. Unos donan ingredientes y otros se han ofrecido a pintar las letras descoloridas de la fachada.
«Es un abuso de poder», considera Raúl Pacheco, de 42 años, tras fotografiarse con los famosos carteles.
– «Queremos recuperar la canoa» –
Rafael Silva, un pescador de 49 años, huyó «lejos» cuando se enteró que la Guardia Nacional lo buscaba después de confiscar la lancha en la que trasladó a Machado, que además era prestada, narró su esposa, Yusmari Moreno.
«Se tuvo que ir de aquí, no lo fueran a agarrar preso», dice esta trabajadora doméstica, madre de dos hijos de 14 y 7 años. «Ya habíamos visto muchas noticias de que habían cerrado quioscos y cosas así por donde ella iba pasando».
Sin recursos para pagar por una nueva canoa, Yusmari está desesperada y clama que le regresen la embarcación para devolverla al dueño: «Lo que queremos es recuperarla».
En el local de las hermanas Hernández, clausurado por dos semanas, los pedidos en tanto se dispararon. En ocho días prepararon 500 empanadas, un promedio de 62 diarias cuando antes no vendían más de 10.
Muchos las compran desde otras ciudades o el exterior y las donan a residentes del pueblo que viven en condiciones de extrema pobreza.
Entre los beneficiarios están los siete hijos de Johana Corona, de 30 años, que vive en un rancho con piso de tierra.
«La situación está tan fuerte que a veces no tenemos para el salado (proteína), ni queso ni mantequilla para la arepa (tortilla de maíz). Me siento muy agradecida», comenta.
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