La pequeña ciudad de Butler (Pensilvania) entró este sábado por la tarde en la historia de la violencia política de Estados Unidos. Pasaban pocos minutos del inicio de uno de esos mítines que el expresidente Donald Trump acostumbra a ofrecer en fin de semana a miles de sus seguidores, cuando un hombre abrió fuego desde la azotea de un edificio cercano. El expresidente resultó herido leve en un tiroteo en el que murieron el atacante y uno de los asistentes al acto electoral. Al menos dos personas más quedaron en estado crítico.
El incidente resucitó desde un rincón del Medio Oeste los peores fantasmas de un país que ha visto morir asesinados a cuatro presidentes mientras estaban en el cargo (otros cuatro fallecieron por causas naturales). Joe Biden, rival de Trump en las próximas elecciones, declaró a las pocas horas de conocer la noticia: “No hay lugar [en este país] para este tipo de violencia. Es enfermizo.”
Del asesinato en 1865 del presidente Abraham Lincoln a manos del confederado John Wilkes Booth en un teatro de Washington, al magnicidio en 1963 de John Fitzgerald Kennedy en Dallas, por el que fue acusado Lee Harvey Oswald, la democracia de Estados Unidos puede contarse también a través de los atentados que hicieron temblar sus cimientos. Además de Lincoln y Kennedy, otros dos inquilinos de la Casa Blanca murieron a tiros: James A. Garfield, en 1881, y William McKinley, 20 años después.
La lista de los mandatarios o exmandatarios que sufrieron atentados, pero salieron ilesos ―una lista a la que este sábado se sumó Trump― incluye a Theodore Roosevelt y Ronald Reagan. Un tipo llamado John Scrank, que actuó, dijo, guiado por el espíritu de McKinley, disparó a Roosevelt el 14 de octubre de 1912, cuando este ya había dejado la Casa Blanca. Estaba llegando a un evento de campaña en Milwaukee (Wisconsin). Reagan sobrevivió, por su parte, a los tiros de un perturbado llamado John Hinckley Jr.
Fue en Washington, a las puertas del Hilton, un imponente hotel con planta de doble arco; allí, una placa recuerda que allí a las 14.27 del 30 de marzo de 1981, justamente “en la visita número 100 de un presidente estadounidense” al lugar, Hinckley, Jr., que buscaba impresionar a la actriz Jodie Foster, disparó a Reagan con un revólver del calibre 22 cargado con balas “expansivas”. La rápida actuación de los servicios secretos, que lo evacuaron al hospital George Washington, salvó la vida al entonces presidente, que solo llevaba unos meses en el cargo. Sobrevivir a aquel atentado le sirvió también para acrecentar enormemente su popularidad y, según sus biógrafos, para garantizarse un segundo mandato.
Aquel día los proyectiles alcanzaron también al secretario de prensa de la Casa Blanca James Brady, al agente del Servicio Secreto Tim McCarthy y al policía local Thomas Delahanty. Los tres sobrevivieron, pero Brady se llevó la peor parte: discapacitado para el resto de sus días, su muerte en 2014 se la colgó el forense al tirador en grado de homicidio, aunque las autoridades federales decidieron no pasarle esa cuenta penal a Hinckley.
El intento de asesinato de Reagan cierra para los historiadores una de las etapas de mayor convulsión política en Estados Unidos, con asesinatos que causaron un enorme impacto, como los de Robert Kennedy y Martin Luther King en 1968. Cuatro años después llegó el atentado contra el candidato George Wallace en un acto público cerca de Washington. Y solo tres meses antes de Reagan, un lunático se llevó por delante a John Lennon, y otro a punto estuvo de cargarse dos meses después al papa Juan Pablo II.
Este sábado, tras conocerse las noticias sobre Trump, los dos líderes demócratas en el Capitolio, el senador Chuck Schumer y el congresista Hakeem Jeffreys, coincidieron en condenar “la violencia política”, un concepto que hace no tanto sonaba trasnochado en Washington, pero que últimamente, alentado por una polarización creciente, parece gozar de nuevo de buena salud.
“Terrorismo doméstico”
En ese clima de crispación cabe encuadrar el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021, así como el ascenso de milicias armadas de extrema derecha que el FBI considera “terrorismo doméstico”.
En 2017, un pequeño empresario de Illinois obsesionado por Donald Trump disparó contra una veintena de congresistas conservadores que jugaban al béisbol a 20 minutos del Capitolio. En su ataque hirió a cinco personas, entre ellas al líder de la bancada republicana en la Cámara de Representantes, Steve Scalise. En 2022, un hombre fue arrestado en las inmediaciones de la casa en la ciudad del juez conservador del Supremo Brett Kavanaugh con planes de matarlo, mientras que otro asesinó a un magistrado en Wisconsin y tenía una lista de futuras víctimas que incluía a los gobernadores demócratas de ese Estado y de Míchigan, Gretchen Whitmer; también al líder de la minoría republicana en el Senado, Mitch McConell.
Whitmer estuvo también en el punto de mira de la trama de una milicia extremista que planeó en 2020 secuestrarla para después ajusticiarla por las medidas que como gobernadora tomó durante el confinamiento provocado por la pandemia. “No hay lugar para la violencia política en este país, y punto”, tuiteó este sábado Whitmer. “No es así como solucionamos nuestras diferencias”.
Aunque el incidente reciente más grave llegó poco antes de las elecciones de medio mandato de 2022, cuando un tipo atacó a martillazos en su casa de San Francisco a Paul Pelosi, marido de la por aquel entonces presidenta de la Cámara de Representantes. Era ella a la que aquel hombre buscaba en realidad. En el juicio dijo que buscaba acabar con la corrupción. Le cayeron treinta años de prisión.
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