El conflicto político venezolano se ha acelerado en el último mes como no sucedía desde 2019. La celebración de elecciones presidenciales el pasado 28 de julio activó una reacción en cadena de múltiples efectos: el chavismo se tambaleó y optó por atrincherarse ante los reclamos de la oposición, que reivindica el triunfo de Edmundo González Urrutia y exige al Gobierno la publicación de las actas electorales.
El propósito del aparato bolivariano es acorralar a sus adversarios, liderados por la inhabilitada María Corina Machado, y jugar al desgaste como ha hecho en otras ocasiones. Sin embargo, las sospechas de graves irregularidades en una jornada que, según las autoridades, se saldó con la victoria de Nicolás Maduro provocaron una enorme sacudida en los cimientos del chavismo. Venezuela está de nuevo en el foco de la comunidad internacional, el mandatario y su núcleo duro están cada vez más aislados, mientras aumenta la tensión y cunde el miedo a la represión. En este clima, tanto la oposición como el gobernante Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) se movilizarán este miércoles en Caracas en dos marchas paralelas.
Machado y González Urrutia llevan semanas resguardados en un lugar seguro para evitar represalias judiciales o policiales. Sus equipos han quedado diezmados por las detenciones y el acoso policial. El candidato opositor fue citado esta semana en dos ocasiones por la Fiscalía, que lo acusa entre otros delitos de “conspiración” por publicar en una web las actas que desmontan la versión oficial y avalan su triunfo. Los dirigentes chavistas intentan acorralar a los simpatizantes opositores por la vía judicial y de la propaganda, quitarles visibilidad, por lo que la convocatoria de este miércoles, anunciada hace días por Machado, tiene precisamente ese objetivo: mantener el pulso en la calle, como hace cinco años. Existen similitudes, pero también diferencias sustanciales con lo sucedido en 2019, cuando Juan Guaidó se proclamó presidente interino. En primer lugar, en este caso se han celebrado elecciones y Maduro no ha mostrado al mundo las pruebas de un triunfo.
Las coordenadas de la concentración son públicas a pesar de los temores. Será en la Avenida Francisco de Miranda, en el extremo este de Caracas, a las puertas de Petare, una de las barriadas más pobladas de América Latina. Ya en la última marcha los que acudieron manifestaron su inquietud ante los controles y la militarización de la ciudad. El despliegue de la llamada “Furia bolivariana”, un dispositivo social de defensa de la revolución con el que el PSUV activa a sus bases, ha contribuido además en los últimos días a enrarecer el ambiente.
El chavismo, en cambio, busca zanjar ya el enfrentamiento por los resultados electorales. Por primera vez ha llamado a los suyos a “celebrar el triunfo” en lugar de rechazar un intento de golpe de Estado. Es decir, la consigna es dar por hecha la victoria que la noche del 28 de julio anunció el Consejo Nacional Electoral y que semanas después validó el Tribunal Supremo, el máximo órgano judicial del país, controlado por el Ejecutivo. Con todo, Maduro se niega a presentar las actas, a pesar de la creciente presión de la comunidad internacional y de los intentos de mediación promovidos por presidentes de izquierdas como el brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, el colombiano Gustavo Petro y el mexicano Andrés Manuel López Obrador.
El lunes, durante la cumbre virtual de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), el sucesor de Hugo Chávez hasta puso el foco en un nuevo proceso electoral, adelantando que en 2025 se celebrará una “megaelección” a la Asamblea Nacional, las gobernaciones y las alcaldías del país caribeño. Sin embargo, aprovechó el anunció para lanzar una amenaza a quienes lo cuestionan. Es decir, en esos comicios no podrán participar los que no reconozcan y acaten “los poderes del Estado”. El funcionamiento de esos poderes son precisamente el núcleo central del conflicto, ya que todos los resortes de la gestión y administración pública están en manos del chavismo.
Las denuncias del rector principal del CNE, Juan Carlos Delpino, quien reportó “falta de transparencia y de veracidad” en la votación, provocaron la súbita reacción de Diosdado Cabello, que pidió su destitución y reemplazo. En la práctica, se trata de una remoción anunciada. Pero más allá de la disputa sobre el voto, queda por ver cómo evoluciona la crisis en los próximos meses. Los caminos son todavía imprevisibles y Maduro acaba de remodelar el Gobierno para intentar pasar página y asegurarse el control directo de sectores estratégicos como el petróleo y los cuerpos policiales. Sin embargo, la larga transición prevista abre también nuevos escenarios.
Maduro debería tomar oficialmente posesión de su nuevo mandato en enero de 2025. Quedan más de cuatro meses en los que pueden cambiar muchos factores. Hasta entonces, continuarán los intentos de mediación impulsados desde el exterior. Todavía no están claras las consecuencias de las elecciones de noviembre en Estados Unidos, en las que la actual vicepresidenta, Kamala Harris, se enfrentará al exmandatario Donald Trump. Pero tampoco hay visos de que el chavismo esté dispuesto a ceder. Las últimas señales muestran una voluntad de redoblar la presión contra los opositores y, al mismo tiempo, Maduro ha rechazado abrirse a un posible diálogo. Hasta acusó al alto representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Josep Borrell, de “apuntar sus fusiles y sus cañones” contra Caracas. El pecado de Borrell fue pedir transparencia, una palabra que el 28 de julio se convirtió en tabú en los círculos de poder del chavismo.
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