Dorianny Torres acaba de amamantar a su hijo pequeño Luis Joel y le entran ganas de comer algo dulce. “Un caramelo, una galleta”, comenta, sentada en la hamaca de la casa de PVC en la que se encuentra. “Es la ansiedad”, concluye. Dentro de algunas horas, esta venezolana de 30 años embarcará rumbo al estado de Minas Gerais, sureste de Brasil, saliendo de Boa Vista, al norte del país, acompañada de sus seis hijos. La mayor, Estrella, de 10 años, lleva un vestido de flores fruncido.
Por Carla Jiménez | Boa Vista / Pacaraima / São Paulo || El País
Su pelo está adornado con una hilera de clips de colores, al igual que sus hermanas: Kereane, de 5; Luciane, de 7; y Victoria, de 6. Abraham, de 8, era el único varón, hasta la llegada de Joel. Es la primera vez que se subirán a un avión, rumbo a una ciudad desconocida. Pero no hay alternativas. Necesitan sobrevivir y en Brasil encontraron un camino.
Todos sus hijos nacieron en Ciudad Bolívar, menos Joel, a quien Dorianny dio a luz cuando vivía en un campamento de refugiados en Boa Vista, capital del estado de Roraima. El 8 de septiembre, tuvo contracciones y la trasladaron al hospital público de la capital, en plena pandemia. Joel, mofletudo y dueño de unos ojos negros despiertos, nació de parto normal. Su vida, desde entonces, no se diferencia solamente por haber venido al mundo desde un lugar distinto al de sus hermanos. Joel es la síntesis de un nuevo ciclo de inmigración que acoge Brasil, desde que Venezuela se hundió con el Gobierno de Nicolás Maduro. Si hasta la primera mitad del siglo XX, eran portugueses, italianos, japoneses y alemanes quienes llegaban a Brasil en busca de una vida mejor y huyendo de los horrores de las guerras mundiales, en este siglo, los venezolanos huyen de un país que se empobrece cada día más desde que Maduro asumió el poder y recrudeció la persecución a los opositores. Las continuas crisis y las detenciones injustificadas de quienes no están de acuerdo con Maduro llevó a Estados Unidos a determinar, en 2015, un bloqueo económico a Venezuela, país sumamente dependiente de la exportación de petróleo. El impacto fue inmediato, y la población pasó a convivir con la escasez, la inflación y un mercado paralelo de dólares. La represión aumentó y el país entró en lo que los analistas llaman cubanización.
Desde 2015, la cifra de venezolanos que cruzaron la frontera para llegar a Brasil ha subido. Sin embargo, desde 2018 hubo un salto vertiginoso en la entrada de venezolanos que los ha convertido en la comunidad extranjera más numerosa en el país. La ciudad de Pacaraima, frontera con la ciudad venezolana de Santa Elena de Uairén, en el norte de Brasil, estaba recibiendo una media de 500 personas al día, flujo interrumpido por la pandemia que cerró las fronteras en marzo de este año.
Hoy viven 262.475 venezolanos en Brasil, más del doble que hace dos años. La mayoría, en condición de migrante, solicitando vivir aquí con un visado de al menos dos años. Otros 46.647 aceptaron la condición de refugiados, argumentando la falta de condiciones de derechos humanos en su país de origen. Hay, además, 102.504 venezolanos con solicitudes de refugio pendientes, en lista de espera para conseguir la documentación que los aceptará como residentes. Configuran la cifra más alta de peticiones de refugio por nacionalidad, según el Comité Brasileño de Refugiados (CONARE). Por los registros de migración del Ministerio de Justicia de Brasil, los venezolanos superaban en cantidad a portugueses, haitianos y bolivianos, que hasta hace poco representaban los principales grupos extranjeros residentes en Brasil.
La gran masa de venezolanos que ha entrado en Brasil a partir de 2018 lo hizo por Pacaraima, y buena parte se ha quedado allí o en la capital de Roraima, Boa Vista, a tres hora de la frontera. Con el flujo concentrado en el norte, el resto de Brasil no se dio cuenta de la evolución silenciosa de la migración de los venezolanos. Nadie conoce tan bien ese nuevo ciclo migratorio como los habitantes de Roraima. No es una convivencia muy tranquila que se diga. Los venezolanos ya ocupan el 40% de las camas de hospital del Estado, alertó el gobernador Antonio Denarium en febrero de este año, cuando una protesta en Pacaraima trataba de impedir la entrada de nuevos venezolanos. Mitad de los alumnos en las escuelas de Pacaraima también son niños de Venezuela. El Gobierno brasileño no se preparó para una respuesta a la altura de la migración, y Roraima no estaba capacitada para el nuevo desafío. Ha sido un camino accidentado para los que llegan por el norte del país.
Un escenario que se repite a lo largo de la historia de Brasil, un país forjado por centenas de nacionalidades que aquí arriban. Los primeros japoneses que llegaron, a comienzos del siglo XX, por ejemplo, también vivieron resistencias. En 1914, São Paulo contaba con 10.000 inmigrantes japoneses que huían de las dificultades del Japón feudal. Brasil tenía, por aquel entonces, 25,5 millones de habitantes. Venían a trabajar en la agricultura cuando Brasil se vio obligado a renunciar a la mano de obra esclava tras la abolición de la esclavitud en 1888. Llevó un tiempo hasta que se ganaran el respeto de los dueños de las tierras que los contrataban. Hubo episodios de racismo y prejuicio en su momento, iguales a los que los venezolanos se enfrentan en las ciudades de Roraima.
Adaptación y acogida
El total de venezolanos en Brasil es un pequeño porcentaje si se compara con la masa de 5,5 millones que ya se ha ido a otros países, especialmente a Colombia, Perú y Chile —cada uno ha recibido a más de un millón de ellos—. El territorio brasileño ya es el quinto receptor de venezolanos, según la Organización de los Estados Americanos (OEA). Por tener un idioma diferente, Brasil ha sido la última opción para emigrar. Pero, ante la reticencia de esos países menos poblados, que acogieron a muchos más venezolanos antes, era mejor encarar las diferencias.
Brasil también facilitó el camino. Redujo la burocracia para recibirlos al declarar que Venezuela era un país en el que se cometían graves y generalizadas violaciones de derechos humanos. El Comité Nacional de Refugiados adoptó el procedimiento prima facie, que elimina las
entrevistas detalladas —y demoradas— en las que se deciden si se le concede o no al extranjero el visado de residencia temporal o de refugiado. Este mecanismo garantizó una facilidad inédita para acoger a los venezolanos en el continente. Hoy, de los poco más de 49.000 refugiados en Brasil de distintas nacionalidades, el 95% son venezolanos.
El Gobierno de Jair Bolsonaro asumió y amplió la llamada Operación Acogida, creada en 2018 durante el Gobierno de Michel Temer, con el trabajo conjunto de 12 ministerios, que facilitaron el acceso de los inmigrantes venezolanos. “Hay una sensación en Venezuela de que Brasil trata bien a los suyos”, dice David Smolansky, exalcalde de El Hatillo, uno de los distritos de Caracas, capital de Venezuela. Smolansky actúa hoy en la Organización de los Estados Americanos (OEA), en Washington, el el grupo que monitorea a los venezolanos que emigraron.
Él mismo vino huyendo de la furia de Maduro, que empezó a perseguirlo en su condición de opositor. Cuando recibió una orden de detención, se vio obligado a permanecer en la clandestinidad. Durante tres o cuatro días recorrió más de 1.000 kilómetros rumbo a la frontera disfrazado de seminarista para no ser reconocido. Con gafas, sotana y sin barba, Smolansky logró llegar a Brasil en 2017, con la ayuda del entonces ministro de Relaciones Exteriores, Aloysio Nunes. De allí, continuó hacia Estados Unidos, donde empezó a trabajar por una coalición para restablecer la democracia plena en Venezuela.
Seguridad social, Bolsa Familia y renta de emergencia
El Gobierno brasileño ha garantizado a los que llegan de otro país, como los venezolanos, a que puedan vivir como ciudadanos brasileños. Tienen su propio Documento de identificación fiscal, frecuentan la sanidad pública, sus hijos van al colegio y pueden circular libremente por el país. Y muchos reciben las ayudas del programa gubernamental para familias con pocos recursos, conocido por Bolsa Familia. Durante la pandemia, tuvieron acceso incluso a la renta básica de emergencia para superar la crisis sanitaria. Al menos 42.519 recibieron este subsidio de la Caixa Econômica Federal, institución financiera estatal de Brasil. El presidente del banco, Pedro Guimarães, llegó a decir en una entrevista que en la ciudad de Pacaraima hay más venezolanos que brasileños cobrando la ayuda. El dinero alimenta, pero parte de él se va a Venezuela, para ayudar a los parientes necesitados. “Lo que acá es poco, allá es mucho”, dice Dorianny, que tuvo la ayuda del Bolsa Familia y acceso a la renta emergencial durante la pandemia. Parte de lo que le llega se lo envía a sus padres.
El éxodo venezolano, el más grande de América Latina de la historia reciente, correspondía al 15% de su población de 2017. En proporción, sería como si 33 millones de brasileño se fueran del país al largo de tres años, debido a persecuciones políticas, huyendo del hambre o para rescatar la dignidad y garantizarles a sus hijos unas mínimas condiciones de vida. Hoy, el 96% de los venezolanos que se quedaron en su país son considerados pobres. “Hoy, todos en Venezuela tienen dos sueños: comer o irse del país”, dice Raúl Escalona, director de teatro, de 74 años, que llegó a Brasil en 2018.
Raúl siguió los pasos de su hijo, Carlos Escalona, un periodista que se marchó a Brasil tras ser amenazado por no querer participar, en 2016, en una trama de corrupción en una televisión estatal en Maracay, capital del estado de Aragua. El hecho ocurrió cuando era gerente de producción de un programa cultural. A Carlos le retuvieron su sueldo ocho meses como forma de presionarlo. “Me decían que la solución estaba en mis manos”, recuerda. Pusieron a prueba su límite con un secuestro exprés en el que le amenazaron con perjudicar a sus padres y a su novia, Marifer, por no querer firmar unos presupuestos inflados en TeleAragua. “Me pegaban mientras decían cosas puntuales del trabajo”, cuenta. Después dispararon, al aire, para asustarlo. Carlos no aguantó y decidió emigrar.
Su padre se dio cuenta en ese momento de que quedarse en Venezuela pasaba a representar un riesgo de muerte. Él ya había sido vicepresidente de TeleAragua en los tiempos de Hugo Chávez, y en aquel momento ya sentía que había interferencias en la labor periodística del canal. Pero el atentado a su hijo fue un golpe de realidad. “Fue un llamado de atención, de algo muy serio que estaba pasando que va a superarte”, recuerda Raúl. Mientras su hijo elegía Brasil como destino, él y su esposa, Elvira, decidieron vivir un año en Ecuador, en 2017. Los acuerdos entre los dos países facilitaban que pudiera cobrar allí la jubilación a la que tenía derecho en Venezuela. Pero la nostalgia les pudo y decidieron regresar al cabo de un año. Fueron a Isla de Margarita, donde tenían una casa que guardaba recuerdos de tiempos felices. Quedarse allí parecía una buena idea, lejos de los centros más agitados políticamente, hasta que se calmaran las aguas. Pero todo estaba diferente. “En un año, el país había sido arrasado”, recuerda Raúl, junto a Elvira, en la cocina del apartamento de su hijo, Carlos, en São Paulo. La flamante isla estaba abandonada, y encontrar alimentos básicos era una tarea cada vez más difícil. “Un día, nos levantamos y decidimos marcharnos”, dice Raúl.
En la maleta, tan solo dos altavoces y la certeza de que la vida nunca más sería igual. “A los setenta y tantos años me vi teniendo que salir de mi zona de confort”, asegura Raúl. Tomaron un barco, un autocar, un coche y siguieron hacia la frontera de Venezuela con Brasil. De allí, siguieron hacia Boa Vista y, luego, a São Paulo, donde ya estaba viviendo Carlos. Ahora, padres e hijo viven cerca, en la zona este de São Paulo. El otro hijo, Miguel, emigró a Estados Unidos. Raúl ya se ha adaptado a la capital paulista y no mira hacia atrás. “Mi hoy es Brasil.”
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