Cuando la oposición venezolana logró que el 74% de los venezolanos registrados para votar acudieran a las urnas y obtuvo un arrollador triunfo en las legislativas de diciembre de 2015, Nicolás Maduro no tuvo más opción que aceptar públicamente la derrota pero esa misma noche empezó a buscar la manera de disolver el Parlamento.
Por Fernanda Kobelinsky | Infobae
En Venezuela todos los poderes del Estado están cooptados por el chavismo y el punto negro en esa isla roja -el Parlamento- se transformó en un verdadero obstáculo para el régimen. Lo primero que hizo fue utilizar al Consejo Nacional Electoral para inhabilitar algunos diputados, con la intención de que nunca llegaran a asumir. Cuando eso no alcanzó para mermar la obvia mayoría, ya en 2017, recurrió al Tribunal Supremo de Justicia, brazo judicial del chavismo, para declarar el “desacato”. La Corte pretendía asumir las competencias legislativas. Iba a cerrar el Parlamento y legislar a través de fallos, pero los venezolanos no lo permitieron. Salieron a la calle y resistieron la violenta represión. En ese entonces Maduro se animaba por primera vez a cruzar un límite ya sin retorno, el de las reglas democráticas.
Si bien el régimen tuvo que dar marcha atrás, la estrategia de Maduro ya estaba clara, iba a desplazar a la oposición como fuera posible. Si no era a través de la Justicia, entonces había que buscar otra manera…
Su primera reacción fue poner en marcha una estrategia ya conocida por el chavismo: las estructuras paralelas. El primero que la sufrió fue el entonces alcalde de Caracas, Antonio Ledezma, cuando en 2009 ganó las elecciones y Hugo Chávez no soportó la derrota y creó el Gobierno del Distrito Capital, a cargo entonces de Jacqueline Farías, exministra y dirigente del oficialista Partido Socialista Unido de Venezuela. Así, Chávez enviaba los recursos a Farías y no a Ledezma.
Repitiendo la experiencia de su líder, Maduro convocó a una Asamblea Nacional Constituyente (ANC) y anunció su propósito de “refundar todo el Estado”. Bajo una premisa electoral falsa, llamó a los venezolanos a las urnas. Los 500 constituyentes de Maduro no fueron elegidos de forma directa, sino que un porcentaje fue electo por municipios y otros propuestos por sectores sociales: productivos, empresariales, educación. Sin elección directa, se garantizó el triunfo. Además, su convocatoria incluso violaba la propia Constitución bolivariana ya que la Carta Magna exige una consulta popular para aprobar o no el inicio de un proceso constituyente. El 4 de agosto de 2017 finalmente se instaló la ANC. Con Diosdado Cabello como principal figura, decidió “asumir las competencias para legislar”.
Pese a todas estas maniobras, la Asamblea Nacional continuó su trabajo. Se mantuvo paciente pero activa y en 2019 cuando Maduro asumió su segundo mandato, denunció el fraude. Su voz retumbó en la comunidad internacional, declaró la “usurpación” del cargo presidencial y Juan Guaidó, el jefe del cuerpo, juró como mandatario interino cobijado por miles de venezolanos y más de 50 países. Para todos esos Estados, la Asamblea Nacional es el único órgano democráticamente electo en Venezuela y, por lo tanto, Guaidó el único interlocutor válido.
En este contexto de aislamiento internacional, con una Constituyente comandada por uno de los personajes más polémicos de Venezuela -y por ende reprobada mundialmente-, el chavismo puso en marcha su plan para vaciar el Parlamento. ¿Cómo? usando todo la maquinaria estatal para quitarle los fueros a los diputados, perseguirlos, encarcelarlos o empujarlos al exilio. La ecuación chavista fue sencilla: sin diputados no hay Parlamento.
Y así comenzó un raid en la Justicia que, en combinación con la Constituyente, inauguró una lista negra de diputados. Primero iban por los titulares y después por sus suplentes, con el único objetivo de dejar sin quórum a la Asamblea Nacional.
Llegó el 5 de enero del 2020, fecha según la ley venezolana en la que el Parlamento debía instalar una nueva junta directiva, y el chavismo volvió a poner en marcha la maquinaria. Aprovechó el copamiento de los medios de comunicación y azuzó los rumores de que Guaidó no tenía suficientes respaldos para la reelección, que el joven político opositor había perdido la confianza de sus compañeros, que ya nadie confiaba en él… Pero Guaidó sí tenía apoyo suficiente y se encaminaba a ser reelegido.
Lo normal es que el Palacio Legislativo esté en custodia y a disposición de la directiva de la Asamblea Nacional en ejercicio, es decir de Guaidó. Sin embargo, eso no ocurre en la Venezuela de Maduro. Cuando el opositor se bajó del vehículo que lo traía ese día, se encontró con un retén militar que le impidió el paso. Sí, el presidente del Congreso -y más de 100 diputados opositores que lo arropaban- estaban demorados por los militares de su propio país en las puertas del Parlamento. Esta situación inédita aumentó la tensión.
Maduro intentó instalar al corrupto Luis Parra como nuevo presidente del Congreso sin votos ni quórum. Montó un show para desplazar a Guaidó, solo que fue tan burdo que ni sus aliados internacionales terminaron apoyándolo. Porque EEUU, el grupo de Lima y la OEA condenaron contundentemente el nuevo golpe de Maduro al Parlamento, pero lo extraordinario fue que los gobiernos de Andrés Manuel López Obrador, en México; Alberto Fernández, en Argentina; y el socialista Pedro Sánchez, en España, también lo hicieron.
Amparados por el reglamento, los 100 diputados opositores sesionaron fuera del hemiciclo, reeligieron a Guaidó y el 7 de enero retomaron su actividad.
Pero Maduro no se rindió. Ahora, en plena pandemia, el chavismo dejó de lado cualquier medida de bioseguridad y se embarcó en una campaña electoral para finalmente desplazar a la oposición del Parlamento.
Amagó con negociar, y algunos opositores volvieron a participar de esas conversaciones pero el grueso de los antichavistas se negó a seguir con una elecciones que califican de farsa. Solo a base de datos, la realidad es que el chavismo va prácticamente solo a estas elecciones. Los partidos de la oposición fueron intervenidos y sus militantes desplazados. Por ejemplo, en julio pasado la Corte chavista intervino Voluntad Popular -el partido de Juan Guaidó y Leopoldo López-, se quedó con el sello, echó a todos sus verdaderos militantes e impuso una “junta ad hoc ” encabezada por el diputado José Gregorio Noriega, del grupo de los parlamentarios pactaron con el chavismo.
Por más que la Unión Europea, en especial el gobierno español de Pedro Sánchez, trabajaron activamente para seguir con las negociaciones y establecer condiciones para elecciones limpias, el régimen optó por mantener su fecha inamovible. El resultado fue el esperado: no habrá observadores internacionales, solo Rusia enviará una delegación. Y además de EEUU y el bloque europeo, la OEA ya adelantó que no reconocerá los resultados.
En lo que ya es una burla, Maduro incluso se animó a prometer que dejaría el Gobierno si el PSUV pierde las elecciones… ¡Si solo el PSUV se presenta!
No es la primera vez que pasa, en 2005 la oposición tampoco participó. En aquellas legislativas solo el 30% de los venezolanos habilitados acudieron a las urnas pero el país era otro: Hugo Chávez había sido elegido de manera democrática, tenía reconocimiento internacional sólido y el 96 % de la población no se encontraba en la pobreza como ahora.
A Maduro, igual, esto parece no importarle. En la noche del domingo seguramente montará un show de festejo, luego celebrará la jura de sus nuevos diputados y tomarán el Palacio de la Asamblea Nacional cual trofeo de guerra. La oposición, que fracasó en sus promesas -no desplazó a Maduro ni legisló- tendrá que reinventarse -y unirse- si quiere renovar la confianza que millones de venezolanos le depositaron hace 5 años.
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