Mientras que las actividades de combate entre paramilitares y guerrillas han recibido una atención considerable por parte de los académicos, pocos han estudiado las repercusiones de los enfrentamientos entre guerrilleros, como el caso de los sucedidos entre las Farc y el Eln en Arauca, Colombia y Apure, Venezuela, entre el 2006 y el 2010. Este tipo de enfrentamientos son menos predecibles y a menudo ocurren a pesar de períodos previos de mutuo respeto o colaboración.
Por Annette Idler / elespectador.com
Este «combate contradictorio» inflige violencia sobre las comunidades locales e influye en la seguridad ciudadana en un nivel más estructural. Derrumba lo que hasta ese punto había sido la lógica de lo apropiado de las reglas de comportamiento que resultaban de la «enemistad» entre los grupos de izquierda y derecha, así como de la «amistad» entre varios grupos de izquierda y el gobierno venezolano de izquierda.
La guerra entre guerrillas trastorna la mirada de la gente sobre ese mundo tan familiar en el que el combate sucede entre «enemigos» y no entre aquellos que han sido «amigos». También invalida los valores compartidos entre los dos grupos, valores que de otro modo reducirían la desconfianza y la sospecha entre ellos y frente a la población local. Estas ramificaciones se suman a las graves consecuencias psicológicas que se derivan de la violencia.
Durante la primera mitad de la década del 2000, la Política de Seguridad Democrática del entonces presidente Álvaro Uribe fortaleció las fuerzas estatales en Arauca, mientras que el Bloque Conquistadores de Arauca paramilitar debilitó la base social de las guerrillas. Tomó el control de la tierra usada para cultivar coca y de algunas partes estratégicas de las rutas de tráfico de cocaína, así como también de los flujos financieros, incluyendo los reclamos de las regalías que el Estado otorgaba a las administraciones locales.
En ese momento, las poblaciones de Arauca y Apure estaban acostumbradas a la «enemistad» entre las guerrillas y el Gobierno colombiano, y entre las guerrillas y los paramilitares. En este contexto, era sobre todo la supervivencia y no tanto la afinidad ideológica la que justificaba la obediencia de la gente frente a las reglas de los guerrilleros o los paramilitares. La guerra en sí misma se explicaba por la enemistad de decenios y contribuía a la normalización de la violencia entre estos dos frentes de batalla, incluso en el lado venezolano de la frontera.
Después de un incidente en el 2004, que dejó muertos a seis soldados venezolanos y a una empleada de una petrolera venezolana, las Farc distribuyeron panfletos de propaganda entre la población fronteriza, con fecha 21 de septiembre del 2004. Ese panfleto señalaba a los «paramilitares patrocinados por el gobierno [sic] colombiano» como «elementos provocadores de extrema derecha en el área, dedicados a desestabilizar el proceso revolucionario liderado por el presidente Hugo Rafael Chávez en Venezuela».
En el caso de otro panfleto, con fecha 30 de septiembre del 2004, las Farc acusan a las autoridades locales venezolanas de abusar de la población del territorio fronterizo controlado por las Farc al cobrarles impuestos a los miembros de la comunidad «hasta por reírse» y al atacar a los campesinos, y denuncian que estos operan en complicidad con los servicios de inteligencia colombianos «al estilo paraco». Pasando por alto las fronteras estatales, el panfleto invita a la «población colombo-venezolana» a seguir apoyando a las estructuras políticas y militares de las Farc.
Si a la crisis se suman los asesinatos ocurridos como resultado de lo que podría describirse como la guerra entre guerrillas extendida al lado venezolano de la frontera, esta adopta una dimensión aún más preocupante. Los números sugieren que las masacres disminuyeron gracias a la desmovilización paramilitar. Entre 2006 y 2010 hubo más desplazados que entre 2001 y 2003, los años más brutales de la incursión paramilitar en Arauca.
Los recuerdos de la gente sobre esa época les imprimen un tono solemne a estas oscuras estadísticas. Los entrevistados se refirieron al período entre 2007 y 2009 como los años más violentos que jamás experimentaron. En Guasdualito, Venezuela, por ejemplo, supuestamente entre seis y ocho personas eran asesinadas diariamente en disputas violentas, «incluso frente a la estación de Policía», como lo recordó uno de los entrevistados.
Según los residentes de Guasdualito que habitaban el área entre 2007 y 2009, las víctimas casi nunca eran locales, sino que en su mayoría provenían «de afuera». Esta percepción está en consonancia con los reportes de la Defensoría del Pueblo colombiana, que indica que muchos colombianos que escaparon al lado venezolano fueron asesinados ahí porque las disputas armadas se extendieron a ese lado.
Pese a la devastadora violencia que surgía de la guerra entre guerrillas, las personas tenían acceso a algo de guía sobre cómo comportarse para cumplir con las expectativas de los guerrilleros. Los dos grupos establecieron zonas de influencia, llevaron a cabo censos y ejercieron control social. Debido a la presencia de las guerrillas en Arauca durante varias décadas, las comunidades internalizaron sus reglas como norma, en lugar de las impuestas por el Estado. En 2012, los residentes de una localidad remota de Arauca, a la que solo pude acceder por medio del río fronterizo, me contaron que las guerrillas usualmente venían a pedirles favores, como que les dieran agua.
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