El 1 de febrero el Ejercito birmano ejecutó un golpe de Estado y derrocó al Gobierno democrático de Aung San Suu Kyi. Cien días después los militares siguen sin controlar un país sumergido en huelgas, protestas, enfrentamientos con las guerrillas y el aislamiento internacional.
Los militares justificaron el levantamiento, que acabó con un proceso democrático que ellos había diseñado un década antes, por un supuesto fraude electoral en las elecciones de noviembre en las que el partido de Aung San Suu Kyi arrasó como había hecho en 2015.
Lo que esperaban que fuera un golpe limpio bajo la promesa de nuevas elecciones en un año ha derivado en un país sumido en la violencia por el rechazo generalizado de la población a la junta militar y una economía que bordea el colapso.
“(La junta) no ha conseguido tomar el control de muchas estructuras civiles críticas e instituciones. Sin ello, no pueden controlar el país. El golpe del Tatmadaw (Ejército) ha fallado”.
Así de tajante se mostraban dos exembajadores y expertos en Birmania, Laetitia van den Assum y Kobsak Chutikul, en un artículo publicado el 21 de abril en el Bangkok Post bajo el título “¿Cuándo admitir que un golpe ha fallado?”.
RESPUESTA SOCIAL
La reacción de los ciudadanos no se hizo esperar. Días después del levantamiento comenzó en las principales ciudades una ola de protestas multitudinarias contra la junta militar que pronto se extendió por todos los rincones del país.
La población indignada se niega a volver a los oscuros días de los regímenes militares que controlaron Birmania con puño de hierro durante cinco décadas.
La brutal represión de las fuerzas de seguridad no ha impedido, como ha ocurrido hoy, que se sigan celebrando a diario durante más de tres meses protestas y concentraciones por todo el país.
Según el último registro publicado por la Asociación para la Asistencia de Presos Políticos (AAPP), casi 5.000 personas han sido detenidas desde el golpe y 781 han muerto a manos de las fuerzas de seguridad, que disparan a matar a los manifestantes y torturan a los detenidos.
La repulsa hacia a los militares ha impulsado un movimiento de desobediencia civil que a través de huelgas ha conseguido parar hospitales, cerrar bancos y paralizar la Administración pública y otros sectores.
Los ciudadanos han dejado además de pagar las facturas de la luz, impuestos o de comprar productos vinculados a empresas estatales.
“Los militares pueden encarcelar a los políticos electos, matar a civiles en las protestas, pero sin el pueblo birmano, el país no puede funcionar”, asegura Efe la activista Khin Sandar, que cifra en un 90 % el seguimiento de las huelgas.
IMPACTO EN LA ECONOMÍA
La violencia de las fuerzas de seguridad y el movimiento de protestas ha puesto la economía del país en estado de coma. Las previsiones de las agencias de calificación hablan de colapso y una caída del PIB de hasta el 20%.
Una encuesta realizada entre diez cámaras de comercio extranjeras en Birmania revela que el golpe de Estado tuvo en los dos primeros meses un mayor impacto en la economía que el de la pandemia en todo 2020 y que el 40 % de empresas con más de 200 empleados prevén despedir a la mitad de sus plantillas este año.
Por otra parte, un estudio del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) señaló a finales de abril que la actual crisis económica supondrá que más de la mitad de los niños de Birmania vivan en la pobreza dentro de un año y que la pobreza urbana se triplique.
ESCALADA DE VIOLENCIA CON LAS GUERRILLAS
El poderoso Ejército birmano buscaba que la veintena de grupos armados que representan a las minorías étnicas del país, que suponen un 30% de la población y que operan a lo largo de las fronteras, apoyaran el golpe, pero se ha encontrado con un fuerte rechazo.
La mayoría de estas organizaciones armadas han mostrado su respaldo al movimiento de desobediencia civil, lo que ha recrudecido los enfrentamientos con el Ejército birmano, uno de los mayores del mundo.
Por su parte, el llamado Gobierno de Unidad Nacional, formado por representantes, activistas y miembros de las minorías étnicas contrarios a la junta, anunció la semana pasada la formación de la Fuerza de Defensa del Pueblo, paso previo a la creación en el futuro de un Ejército federal.
“Creo que lo que está sucediendo es significativo y, de hecho, puede plantear un desafío para el Tatmadaw, no necesariamente como una fuerza de combate sobre el terreno, sino como una idea en la formación de una nueva Birmania”, asegura David Brenner, especialista en conflictos de la Universidad de Sussex (Reino Unido).
El experto en la lucha de las guerrillas birmanas considera que la formación de estas nuevas fuerzas armadas puede contribuir a la fragmentación del Ejército “proporcionando un incentivo para la deserción y el hogar de los soldados desertores”.
CONDENA INTERNACIONAL
Mientras los problemas se le multiplican dentro de sus fronteras, la junta militar tampoco consigue afianzarse ante la comunidad internacional, conmocionada por las imágenes de las fuerzas de seguridad disparando a matar contra los manifestantes en protestas pacíficas.
Sin ningún país dispuesto a reconocer públicamente a la junta militar como Gobierno legítimo ante la violencia cruel y gratuita contra su propio pueblo, el mayor hito para los militares fue la asistencia del general golpista Min Aung Hlain a una reunión con sus socios de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN), que no le recibieron como líder del país.
Hasta los países más permisivos con las violaciones de Derechos Humanos como Rusia y China se han intentado desmarcar de la violencia ejercida contra los civiles, aunque han evitado que el Consejo General de la ONU -el órgano que puede imponer sanciones o aprobar el uso de la fuerza- actué contra los generales golpistas.
EFE
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