En el cajón de una furgoneta en medio de la nada, en un terreno polvoriento y bajo el sol ardiente de la costa norte de Colombia, yace el féretro que contiene los restos de una anciana de origen venezolano que murió por aparentes complicaciones del COVID-19.
No tiene deudos, ni amigos, es casi una N. N., es decir no poseía una identificación formal. Su acta de defunción solo decía Georgina Pimienta. Llevaba casi tres días en la morgue de un hospital. Cientos de migrantes venezolanos siguen huyendo cada día del hambre y la pobreza, sin importar los peligros a los que se enfrentan en su búsqueda de asilo y una vida mejor.
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