El bus en el que se subió Lucía, la mañana del 7 de abril del 2012 , se quedó sin frenos. Habían transcurrido seis horas desde que la recogieron a ella y a 12 jovencitas más en el centro de Medellín, cuando el automotor empezó a fallar y se estrelló contra una peña en el camino que de Tarazá conduce a El Bagre (Antioquia).
Por EL TIEMPO
“Mejor me hubiera muerto ese día. Muerta de verdad. Sin respirar más, para ahorrarme toda esta pesadilla”. Lady Marcela, el nombre con el que la bautizaron en la iglesia de San Antonio de Padua el 6 de diciembre de 1997, cuando apenas tenía cuatro meses de nacida, tiene la tristeza pegada en cada palabra. “Soy virgo y dicen los astrólogos que nos caracterizamos por tener una vida sana… los astrólogos y sus mentiras”, agrega, mientras se pasa de un solo sorbo, un trago de coñac.
Para ese momento acababa de cumplir 20 años, pero su aspecto revelaba a una mujer de unos 35. Su estadía en España era ilegal, como el trago que se estaba tomando, porque el estatus de “tránsito” mientras era deportada a Colombia, o enviada a México, país al que aplicó a través de una organización defensora de los derechos de las víctimas de trata de personas, para que le dieran asilo o refugio, no le permitían ingerir licor y otras cosas más.
Asilo o refugio, una decisión determinante para su corta vida, pero a ella no le importaba la figura, si no el fondo: estar lo más lejos posible de sus proxenetas y no volver a escuchar, nunca, las palabras “los Urabeños”.
Esa era una tarde soleada, pero fría de diciembre del 2017, en la ciudad de Barcelona (España) y Lucía Rodríguez, la identidad falsa que le entregó el jefe de la red de trata (traficantes de personas), tiene que volver a ese abril del 2012 para poder armar el rompecabezas de la violencia sexual, desmedida y brutal, que afrontó los últimos cinco años de su vida. Está ahí porque fue rescatada, en un operativo de la Interpol que se coordino desde Colombia, gracias a varios informantes que le dieron las coordenadas al equipo de Inteligencia de la Policía en Bogotá.
La encontraron en una casa de la ciudad andaluza de Marbella, drogada, golpeada y con la ropa rasgada. En la misma habitación, que tenía doble candado por fuera, estaba una dominicana de tan solo 16 años, dos cubanas y otra colombiana que había llegado 18 meses antes que Lucía. Los proxenetas las obligaban a inhalar Popper, pero también perico (cocaína rebajada). Las drogaban para poder controlarlas, y también para aumentarles la ‘productividad’ sexual. A veces seis clientes en la misma noche, dependiendo de los requerimientos. Su estado físico y emocional era lo de menos; para eso estaban los narcóticos.
“No me sentía igual que cuando inhalaba bóxer en Medellín. Tenía que hacerlo para soportar el hambre y el frío de la madrugada. Ahí, a la calle, llegamos con mi hermanita mayor en el 2010 luego de que asesinaran a mi papá en la comuna. Mi madre tenía que salir a trabajar en un restaurante del Poblado como cocinera. Y nosotras a vender cualquier chuchería o dulce. Pero a mi hermana un día se la llevaron en una camioneta y me quedé sola, con las amigas del parche. No la volví a ver”.
Por meses, Lucía fue defendida por las otras niñas para que los proxenetas no la tocaran, pero era imposible escapar de esa suerte y un día la vendieron por un fin de semana, a unos extranjeros. “Eran gringos. Seguro les pagaron muy bien a Leonardo y al Negro, los encargados de administrar los temas de prostitución en la oficina de cobro del centro. En ese entonces la manejaba la Oficina de Envigado. Estoy hablando del 2009”. Ella era una niña de 12 años. Su paga: un mercado que incluía una botella de aguardiente Antioqueño y un vestido nuevo.
No había motivo para estar alegre. El fin de semana fue una mezcla de horror con tristeza y luego desolación. “Te cuelgan un inri en el cuello. Lo llevas siempre y ya no puedes salir de ahí”, agrega y se pasa otro sorbo.
A esa edad, 12 años, empezó a batallar para no dejarse arrastrar por las drogas, para no perderse definitivamente en la indolencia de la calle y poder ayudar a su mamá y a sus otros dos hermanos menores. Cuándo habla de ellos es el único momento en el que sus ojos se inundan, porque en el resto del relato su mirada está ensimismada y parece contener las emociones frunciendo el ceño.
“Luché mucho para cuidarme de esa calle que me había arrancado todo. Aprendí a defenderme con una navaja, a responder fuerte cuando no quería algo. A tazar el pan o el buñuelo, o lo que lograra conseguir de comida; intenté no dejar de leer -Lucía suspira-, hasta la muerte de mi papá, mis hermanos y yo fuimos a la escuela y siempre tuve claro que quería estudiar. Pero para ese momento las circunstancias eran otras. Lo que es un derecho básico se convirtió en un sueño inalcanzable para mí…”
Esa mujer, que tiene una mezcla de acento paisa y un español golpeado, saca de su cartera un libro de bolsillo. ‘La razón de estar contigo’ de W. Bruce Cameron. Lo pone sobre la mesa, posa su mano en él, como en una biblia y sigue su relato.
“Había grupos de la alcaldía que algunos fines de semana nos llevaban a hogares de paso. Nos bañaban, nos quitaban los piojos, nos daban comida y nos prestaban algo para leer. Una vez una monjita me regaló un libro; era una novela, La María, de Jorge Isaacs, pero cuando regresamos a la calle, el Negro me lo quitó, me lo rompió y me lo tiró en la cara. Me dijo que eso era para las ‘niñitas bien’, y que las putas no teníamos derecho a tocar eso. Creo que ese fue el segundo día que sentí morirme”. El rostro de Lucía se vuelve a transformar, como si una bruma oscura la cubriera. Entonces, ella se incorpora, vuelve a su cartera (una imitación de Chanel), saca un lazo de caucho y se amarra el pelo. Una larga cabellera teñida de color borgoña. Luego confesaría que lo primero que hizo, tras el rescate de la Interpol, fue quitarse ese rubio platinado que le gustaba tanto a sus explotadores.
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