Venezuela cumple un año en pandemia y José Polo, un maracucho que abrazó la profesión de marino mercante hace casi 30 años, decidió cruzar la frontera con Colombia el 1° de marzo por una trocha para recuperar su trabajo sin sueño. Su historia es parecida a la de muchos ciudadanos que luego de regresar al país decidieron salir de nuevo a buscar un mejor futuro en el exterior.
El marino mercante José Polo había vuelto en octubre de 2020 a Maracaibo, estado Zulia, después de un viaje que quizá no podrá borrar fácilmente de su cabeza: el barco en el que navegaba debió permanecer en alta mar cerca de cinco meses – más cera de Panamá que de Colombia –, sorprendido por el cierre de las fronteras marítimas por el COVID-19.
Cuando Polo, de 52 años, pisó tierra firme en Colombia y llegó a la frontera con Venezuela, fue confinado por 33 días en dos de los albergues dispuestos por el gobierno de Nicolás Maduro en la zona fronteriza para los venezolanos que retornaban. Los primeros 10 días en Paraguachón y luego en Los Filuos, hasta comprobarse que no tenía el COVID-19.
De aquella experiencia comparte las quejas de otros compatriotas que también entonces guardaron cuarentena: malas condiciones de la planta física, salud e higiene, alimentación y seguridad de algunos albergues.
El gobierno pretendió registrar los retornos a través de estos albergues. Eran los Puestos de Atención Social Integral (Pasi), ubicados en la zona fronteriza de los estados Bolívar, Amazonas, Apure, Táchira y Zulia. Pero sus capacidades de atención se vieron en algunos casos sobrepasadas y cundió el descontento entre un conjunto de retornados, que en ocasiones protagonizaron protestas. Como centros de detención arbitraria para retornados fueron denunciados por Human Right Watch (HRW). Progresivamente, entre septiembre y noviembre de 2020, cerraron definitivamente.
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